domingo, 30 de diciembre de 2007

0.- Presentación

Este blog es una tesina que fue escrita en 2003 y presentada en la universidad española, UNED (Universidad Nacional de Educación a Distancia) para la obtención del DEA (diploma de estudios avanzados) en la facultad de Filosofía.

Su autor, Carlos de Abuín, es decir, yo mismo, agradecería que fuese citada si es que alguien tuviera a bien tomar alguna frase de ella. Muchas gracias.

1.- Justificación


“Es mucho más importante tener una opinión razonable sobre cosas útiles que saber con exactitud cosas inútiles.”

Isócrates: “Elogio de Helena”.


En la página número 38 del ya clásico libro La razón sin esperanza escrito por el profesor Javier Muguerza en 1977 aparece citado en una nota a pie de página otro libro no menos clásico ya, a saber: An examination of the Place of Reason in Ethics cuyo autor fue el filósofo inglés Stephen Toulmin.

El presente trabajo de investigación empezó como una pretensión –de cuya alocada proposición soy el único responsable por supuesto- de tratar de estudiar un tema, excesivamente general y amplio, que de siempre me había interesado incluso cuando estudiaba la carrera de Filosofía en esta misma Universidad; este tema no es otro que el que aparece como título del presente texto “Racionalidad y ética”. Cuando estas pasadas vacaciones navideñas decidí llevarme nada menos que a Ouezzane (Marruecos) La razón sin esperanza como lectura de cabecera no pensé que dentro de este libro iba a encontrar al autor (en realidad a los autores, puesto que Javier Muguerza es otra de mis referencias básicas en el presente estudio) que iba a servirme de guía en este intrincado bosque que forman los tan peculiares árboles de la racionalidad y la ética.

Así pues, Stephen Toulmin, fue descubierto por mi (bueno algo había leído ya antes sobre él en las asignaturas de Filosofía de la Ciencia) gracias a La razón sin esperanza y gracias a este libro encontré un buen lazarillo al cual asirme, durante el que, hasta ahora considero breve y modesto viaje, que iba a emprender por estos caminos –relativamente nuevos para mi- de la siempre querida y admirada filosofía práctica. Cuando leía las referencias de Javier Muguerza, allá por tierras del magreb, al citado libro de Toulmin, lo primero que me llamó la atención fue el hecho de que pese a las discrepancias de Muguerza, en algunas cuestiones, con sus puntos de vista, percibía yo, o creía percibir, un cierto tono de complicidad hacia el filósofo inglés. Me daba la impresión de que el autor de La razón sin esperanza disentía en cuanto al resultado de las investigaciones de Toulmin, pero que, no obstante, aprobaba el serio método de análisis de los razonamientos y juicios morales que éste había llevado a cabo. Lo siguiente que me llamó vigorosamente la atención, era el propio título del libro de Toulmin El Puesto de la Razón en la Ética (1) ya que explicaba y reunía, por sí solo, justamente los dos elementos filosóficos por los cuales yo sentía mayor curiosidad; esto es, la conjugación de los elementos racionales y éticos dentro de la vida humana.

Así las cosas, pese a lo que pueda tener de valor este trabajo de investigación, y pese a un cierto sentimiento de estar siendo un tanto osado al tratar estos temas de no poca “gordura” filosófica, y por lo tanto, deseando no dar razón de ser a aquel viejo refrán español que dice: “del atrevido nace el arrepentido”, quisiera mostrar ahora, previamente a su lectura, mi agradecimiento a ambos magníficos filósofos, y, en el caso del profesor Javier Muguerza, por añadidura, excelente maestro; por haberme conducido amablemente por estos y otros apasionantes derroteros intelectuales. Para mi queda, y no para ellos –por supuesto- la inverecundia e impudencia de todos los posibles errores que a partir de este momento se encuentren.

1 La Razón sin Esperanza por cierto, también tiene su miga.

2.- De la racionalidad y sus tipos

Vaya por delante una advertencia: la tesis que voy a defender en este trabajo, en general, va a ser algo más radical que aquella que expone Stephen Toulmin en algunos (1) de sus últimos libros publicados -Cosmópolis o Regreso a la razón- en lo que concierne a la ética. Para el Toulmin de estos dos libros la racionabilidad debe recuperar terreno perdido frente a la racionalidad imperante a lo largo de toda la Modernidad; es decir, del siglo XVII hasta nuestros días; por mi parte, voy a defender la postura de que aunque perdamos de vista, no sólo a la racionalidad (rationality) sino incluso a la racionabilidad (reasonableness), incluso en ese caso, aún podremos seguir siendo animales morales dejando nuestros eventos y problemas cotidianos en manos de nuestro corazón o de nuestros instintos. Y que esto, al menos desde un punto de vista filosófico, también ha de ser objeto de recuperación de terreno perdido, como mínimo, frente a nuestra poderosa tendencia hacia el antropocentrismo, cuyo auge, igualmente reinó en los tiempos de la modernidad histórico-científico-político-filosófica ( y perdón por tanto predicado encadenado con guiones). No obstante hecha esta declaración, y desvelamiento previo de mi tesis más general, a continuación, voy a pasar a tratar con detalle la cuestión de la racionalidad, o de las racionalidades, dentro del amplio espectro de la vida humana y no únicamente (esto vendrá después) dentro de los ámbitos donde gobierna la ética, que es, en principio, el asunto rector de este texto.

La cuestión de la racionalidad no es asunto trivial, por cuanto, como en casi cualquier concepto abstracto, resulta más sencillo hablar de ella que definirla. Además, la racionalidad a menudo se identifica en contextos filosóficos con el término “razón” lo cual no hace sino complicar un poco más el asunto. No obstante, me parece interesante intentar una aproximación hacia un concepto de racionalidad, si no exhaustivo, cuando menos suficiente para saber que terreno pisamos en estos temas. Como ya señaló en su momento Miguel A. Quintanilla (2) en una -a mi modo de ver- inspirada frase: “En la razón simplemente se está o no se está; mejor aún, la razón se ejercita o se adormece”. Esta idea de razón como algo que se ejercita ya nos da una pista de que cosa pueda ser el comportamiento racional o según términos racionales, y por añadidura, que podrá ser aquello que está detrás de esos comportamientos que decidimos predicar como racionales. Continuando con Quintanilla, podemos sumar a esta idea de racionalidad (o razón) como algo que se ejercita, la idea, también indicada por este filósofo, de la racionalidad como algo que es “patrimonio de todos”. A estos dos rasgos, podemos añadir dos elementos más, señalados esta vez por nuestro filosófico cicerone Stephen Toulmin (3), quien define a la acción de razonar, la racionalidad, como un procedimiento, un arte, una técnica susceptible de ser aprendida, haciendo paralelismo con otra habilidad muy especial del hombre cual es el lenguaje articulado. Resumiendo, por tanto, los rasgos generales de la racionalidad que hemos ido tomando de estos autores, y añadiendo algo más de nuestra propia cosecha, podemos caracterizar a la misma como un procedimiento o técnica que es posible aprender (por tanto es también comunicable) y ejercitar, y, que nos capacita, universalmente en principio, para actuar de una manera coherente y metódica, lógica y consecuente, en muy distintos contextos y acceder, finalmente, a los fines o metas propuestas (o no) por los individuos o colectivos racionales. El mismo Toulmin utiliza una palabra que me parece extremadamente reveladora de la proximidad real (si no, identificación in extremis) que se da dentro de nuestros procedimientos mentales, entre aspectos simbólicos, matemáticos o lógicos, y aspectos lingüísticos o discursivos, o de mera imagen, como es la palabra “cálculo”. La racionalidad se asemeja así a un cálculo, a una determinación o averiguación de alguna cosa por medio de procedimientos o razonamientos de un tipo u otro. Dicho de otro modo: en la racionalidad no habría razón de ser, en un primer momento, para distinguir entre razonamientos matemáticos, y razonamientos lingüísticos o de discurso. De hecho, es posible, como cualquier conocedor de las artes lógicas ya sabe, hacer deducciones correctas –o válidas- tanto si se realizan con palabras, con frases normales y corrientes, como si se llevan a cabo con simbología lógica (cuantificadores, símbolos conectivos, variables, etc...). En ambos casos, el método de fondo es similar, su diferencia radica en el modo de expresión del cálculo mental realizado.

Pues bien, una vez establecido un punto de partida desde el cual abordar el tema central de este trabajo, será bueno tratar la cuestión de si la racionalidad es una sola o hay varias; o quizás, haciendo un símil con el lenguaje doctrinal católico, sea como la Trinidad, tres (o más, o menos) personas en una misma esencia divina unificadora. Respecto de la posible división de la racionalidad en varias racionalidades, echando un vistazo por ahí me he encontrado un poco de todo: desde autores (normalmente filósofos ilustrados) que solamente reconocen una sola razón o racionalidad (Descartes sería quizás el caso más paradigmático) hasta autores como Mario Bunge que dan una lista bastante gruesa de los diferentes tipos de racionalidad (4). Por otra parte, existe una venerable tradición a la cual me voy a sumar en este apartado por motivos de simple y pura manejabilidad de conceptos, que distingue entre la razón o racionalidad aplicada a cuestiones de hecho y su explicación causal y otra que se aplica a cuestiones de experiencia, pero atendiendo, esta vez, a su explicación por motivaciones. Y no encuentro mejores términos para nombrar a ambas racionalidades que los que propuso el primer filósofo (5) que trató estos temas, que no es otro que el sagaz humanista español, Juan Luis Vives:

“De aquí la existencia de una doble dirección: la razón especulativa (ratio speculativa) cuyo fin es la verdad, y la razón práctica (ratio practica) que tiene el bien por fin. La primera termina en sí misma, la otra trasciende a la voluntad. [...] En una y otra no se distinguen ni ejercitan por igual los hombres; pues así como los hay que ven mejor por la tarde que al mediodía, también algunos raciocinan bien acerca de lo verdadero, y no de lo que debe hacerse, y otros al contrario; porque la manera de obrar se aprende con la experiencia, y la de saber, con la fuerza del entendimiento.” (6)


Vemos -en esta larga cita- que Vives distingue entre la razón o racionalidad aplicada al conocimiento de las cosas y la razón o racionalidad aplicada a “la manera de obrar”. Ambas, así definidas, en principio se ocuparían de asuntos diferentes y no tendrían porque entrar en conflicto nunca. Sin embargo, algunas corrientes de pensamiento, que podríamos caracterizar muy a grandes rasgos de “positivistas” o incluso de “racionalistas” han intentado reducir la una a la otra, o bien asimilar la racionalización de las acciones y motivaciones de las mismas a una racionalidad de óptimos de corte científico. Lo que quiero indicar es que aunque exista un cierto substrato común de pretender resultar lo más eficaz posible, o mejor aún, adecuado y pertinente posible, a la hora de elegir entre alternativas de acción o de conocimiento, esto no impide una separación de objetivos e incluso de la manera de afrontarlos cuando se aplica la racionalidad a estos diferentes campos. La tradición científica o positivista pretendió en su momento estudiar las “maneras de obrar” (en terminología vivesiana) empleando como herramienta conceptual modelo, la racionalidad científica, o ratio speculativa, fuera de su lugar “natural” de aplicación. Esto resultó interesante por cuanto siempre se pueden obtener ideas o sugerencias o alternativas antes no contempladas, al aplicar herramientas en otros contextos para los que fueron diseñados originalmente; no obstante, llevar esto al extremo no sólo puede resultar inadecuado sino incluso inútil. Pensemos, por poner un ejemplo, en una actividad milenaria como la agricultura y en que un día, a algún cerebro bienpensante se la ocurre aplicar la técnica militar del bombardeo del terreno con potentes aviones y poderosas bombas (técnica muy eficaz en su aplicación natural cual es la guerra) para abrir surcos en los campos agrícolas. Semejante forma de arar la tierra será posiblemente interesante como sugerencia (a lo mejor se puede diseñar un “bombardeo” de corto alcance de semillas o qué sé yo...) pero en un primer momento lo que parece, es que resultaría un método muy chapucero, y, además, sin duda alguna, extremadamente costoso e ineficaz. Con este ejemplo, lo que quiero poner de relieve es que, la ética, que en principio se ocupa de las acciones realizadas o por realizar; de sus motivaciones y adecuaciones o no, a unos determinados valores, echando mano para ello de una forma particular de esquema racional, no necesitaría, en una primera instancia, el auxilio de los procedimientos o esquemas racionales de la ciencia o de las “ciencias” por cuanto sus campos de estudio son distintos (7). Así, la gran pregunta por la racionalidad en la ética, por la incidencia de la ratio practica en las “maneras de obrar”, como diría Vives, no sería semejante a la de un positivista al uso que inquiriese algo así como ¿cómo pueden ser verdaderos o falsos los juicios morales? cuestión pertinente al ámbito de las ciencias y a sus juicios, que pueden calificarse, al menos en un primer momento, como verdaderos y/o falsos, sino más bien, sería parecida a la que se hacía Muguerza en La razón sin esperanza “(8)¿bajo qué condiciones es posible la preferencia racional entre diversos códigos morales?”. O, dicho de otro modo: ¿cómo pueden ser adecuados o no, pertinentes o no, justificables o no, probables o no, los juicios morales? Porque, de hecho, la posibilidad de elegir entre códigos morales alternativos es análoga a la posibilidad de elegir entre “modos de obrar alternativos” pertenezcan éstos a un código moral alternativo o bien sean alternativos o elegibles dentro de un mismo código moral.

La respuesta a esta pregunta, o preguntas, acerca del lugar que ocupa la racionalidad en la ética, en la moral, o en disciplinas afines como el derecho o la política, y sobre cual sería este lugar, si ésta racionalidad pudiera ayudarnos a deliberar y ejecutar la mejor opción, o ya en un momento pasado, a juzgar o argumentar sobre una acción ya realizada, puede sin embargo resultar una respuesta decepcionante para algunos. Como señala Carlos Gómez (9) la modernidad nos ha traído un cambio de no poca intensidad y trascendencia en el plano de la moral y de la ética. Al menos en nuestro mundo occidental, la llegada de esta modernidad (en la que en varios sentidos todavía seguimos inmersos) nos ha procurado una autonomía del pensamiento ético y moral respecto de pasadas y preeminentes concepciones teológicas de los mismos; autonomía a la que, desde luego, como dice este autor, la ética (los filósofos) no quiere renunciar. Realmente, esta autonomía no es sino una vuelta, a mi modo de ver, a tiempos más felices para el debate ético como lo fueron los tiempos del mundo clásico en general (Grecia y Roma quiero decir).

En las épocas en que una fuerte concepción teológica del poder y del pensamiento colmaban todas las áreas de la vida humana, no había demasiado problema, en cierto sentido, para dirimir dudas morales o tomar decisiones éticas: si había algún conflicto uno bien podía echar mano de los textos sagrados o de la autoridad religiosa pertinente y ponerse en sus manos. No obstante, incluso en estos contextos, y en ciertos niveles intelectuales, existían vivos debates morales que no despreciaban ni el uso de la Racionalidad ni la autoridad de los textos sagrados. Pero esta no es la cuestión que nos interesa aquí. Aunque en una sociedad teocéntrica existan argumentaciones racionales, e interés por la moral y la ética, su encorsetamiento en una ideología sojuzgante y tan fuertemente dependiente de ese contexto, la incapacitaban para actuar con una libertad real en estos asuntos.

Es quizás debido a esta dependencia de lo ideológico por lo que siempre reviste enorme interés el pensamiento desarrollado previamente en los mundos griego y romano. En momentos históricos como éstos, en los que lo que podríamos llamar la “libertad de especular” era un hecho; en que los viejos dioses olímpicos formaban parte más de la cultura popular que de la filosófica; es entonces cuando surgen en occidente las genuinas discusiones ético-morales que no se retomarán con similar libertad de miras hasta prácticamente el siglo XIX. A ninguna persona medianamente interesada por la moral o la ética se le escapa que uno de aquellos primeros filósofos que más hizo por indagar y reflexionar sobre estas disciplinas fue el de Estagira, esto es, el gran Aristóteles.

Ya señalamos unas pocas líneas más arriba, que la respuesta sobre el papel de la razón en la ética tal y como se plantea por algún filósofo contemporáneo (10) puede resultar decepcionante para algunos. Aunque bien es verdad que estudiar la racionalidad sin tener frente a nosotros el horizonte de las creencias religiosas puede llevarnos a una mera tarea descriptiva de la misma y carente de fundamentos últimos. Pero no fue, desde luego, este el caso de Aristóteles. Aristóteles no sólo estudió (y “descubrió” en realidad) la argumentación científica en los Analíticos Segundos, sino que, también dedicó los Tópicos y la Retórica a estudiar las argumentaciones dialécticas (debates entre dos sujetos) al igual que las argumentaciones retóricas (exposición de una o varias tesis de manera monológica); y por si esto no fuera poco, todavía se ocupó de la ética, y de su peculiar racionalidad (que va a ser definida como “prudencia”), en sus varios tratados sobre ésta disciplina (en la Ética Nicomáquea en los libros tercero y sexto); e incluso se atrevió a darle un contenido –una fundamentación última- absolutamente desligada de sentido religioso alguno, que radicaba en la “felicidad” del ser humano. Esa eudaimonia que tal y como señalan las bellas palabras del filósofo y helenista español Emilio Lledó “... parece implicar un estado de paz, de serenidad interior”(11) .
Así pues, Aristóteles, como decimos, estudió, especialmente en sus años de juventud, tanto las argumentaciones dialécticas como las retóricas. Ambos tipos de argumentación guardan una relación muy estrecha debido a que en ambos casos de lo que se trata es de ser racionales (incluso lógicos) en contextos prácticos y no en contextos teóricos. Es decir, la racionalidad de nuestro discurso o de nuestras discusiones (ratio practica), resulta perfectamente separable de la racionalidad más puramente “demostrativa” de las ciencias (ratio speculativa) bien sean empíricas o teóricas. Así, el modelo básico de contexto de las argumentaciones retóricas y dialécticas, es el contexto forense; el contexto del derecho y su aplicación en una sociedad; sin que este contexto, aún siendo un contexto reducido de las cuestiones éticas (la ética engloba siempre al Derecho, o bien a éste se le puede considerar como un subconjunto de ésta (12)) deba ser menospreciado por aquellos que se dedican a hacer ciencia y a trabajar con argumentaciones explicativas y demostrativas. Es interesante recordar como empieza el texto de la Retórica de Aristóteles:

“La retórica es correlativa de la dialéctica, pues ambas tratan de cosas que en cierto modo son de conocimiento común a todos y no corresponden a ninguna ciencia determinada. Por eso todos en cierto modo participan de una y otra, ya que todos hasta cierto punto intentan inventar o resistir una razón y defenderse y acusar. Y la gente, unos lo hacen al descuido y otros mediante la costumbre que resulta de hábito ”(13).

En este comienzo Aristóteles lo primero que señala es la estrecha relación o paralelismo (son correlativas dice) entre la dialéctica de la cual ya trató en los libros de los Tópicos y el arte retórica que es la que va a pasar a estudiar. Se apresura Aristóteles a indicarnos que los asuntos que se tratan atañen al común de los hombres y además “no corresponden a ninguna ciencia determinada” quizá porque pertenecen a todos los ámbitos humanos sean o no científicos, con lo cual nos hallaríamos muy cercanos a la ética; tan cercanos, que en realidad nos encontramos en sus dominios naturales. Muy pronto, el propio Aristóteles nos lo va a explicar con la claridad que le caracteriza:

“Como los medios de persuasión se dan por lo persuadible, es claro que sabe manejarlos el que puede razonar lógicamente, que puede contemplar los caracteres y las virtudes, y en tercer lugar el que puede contemplar lo referente a las pasiones, qué son cada una y de qué manera, de qué resultan y cómo; de manera que sucede que la retórica es como paralela de la dialéctica y del tratado de los caracteres o ética, la cual puede bien llamarse política. Por eso se encubre con la figura de la política la retórica y los que pretenden estudiar ésta, en parte por ineducación, en parte por ostentación, en parte por otras causas humanas; pero es una parte de la dialéctica y su semejante, como decíamos al comienzo; pues ninguna de las dos es ciencia de cómo es nada definido, sino como meras facultades de suministrar razones ”(14).

Luego, para Aristoteles, no cabe ninguna duda; la retórica no sólo es paralela de la dialéctica sino también de la ética y de la política, que incluso son intercambiables. Además, a diferencia de las matemáticas o de la física, no se trata de algo que haya que definir o explicar de modo causal; si no que nos las tenemos que ver con disciplinas o facultades –la ética y la política- cuya racionalidad radica en exponer, suministrar “razones”.


Es retomando este enfoque aristotélico como Toulmin, nuestro invitado de honor en este trabajo, nos va a proponer una revisión de la argumentación y los razonamientos éticos, basada claramente en las ideas del ilustre peripatético. Así, en The Uses of Argument (Cambridge, 1964), Toulmin propondrá un modelo de argumentación inspirado en el mundo jurídico, el cual, va a llevarle a afirmar que la lógica es, ni más ni menos, que “jurisprudencia generalizada” (pág 7). Se trata, en definitiva, de recuperar para las tan menospreciadas artes retóricas el lugar preeminente que les corresponde dentro de disciplinas, de suyo retórico-dialécticas, como son la ética o la política. En otros libros, aunque ya indiqué antes que posiblemente éste sea el tema central de toda la obra de Toulmin, éste autor denuncia enérgicamente la suplantación o mejor, el acaparamiento de la ratio speculativa de ámbitos de suyo retóricos o de la ratio practica (15) . Así sucede, por ejemplo, en La Comprensión Humana (Ed. Alianza 1977) o en Cosmópolis (Ed. Península 1991), libros en los cuales se hace un repaso a la modernidad, a la cual se identifica con una racionalidad de corte matemático, inspirada en el modelo axiomático de Euclides y heredada por Descartes, Galileo y Newton, y cuyo mayor interés habría estado en dotar a la cultura occidental, si no mundial, de una base sólida “racional” cuyos cimientos se hallarían en verdades indubitables, atemporales y eternas. Para Toulmin, esos cimientos, y por lo tanto, esa forma de racionalidad, perdería gran parte de su atractivo, se derrumbarían, como digo, a principios del siglo XX con la aparición de la teoría de la relatividad y de la mecánica cuántica, que nos habrían devuelto, a un estado de cosas, en que un cierto (y sano) relativismo sería la característica más sobresaliente del mundo actual. Toulmin, aprovecha para declarar no solamente el fracaso del punto de vista racional característico de la modernidad, sino para recuperar el terreno perdido para una concepción de lo racional más cercana a la vida humana, a asuntos claramente prácticos frente a otros más teóricos, una concepción de la racionalidad que pondría el acento en un mundo relativo y temporal y siempre mudable.

Como vamos comprobando, y si las apreciaciones filosóficas e históricas de Toulmin son aceptadas, el regreso o cuando menos, la recuperación de una racionalidad más cercana a lo cotidiano, a lo práctico y lo ético, podría ser el tono acorde con nuestros tiempos actuales en que hemos aceptado la relatividad y el cambio como principios motores de la realidad frente a pasados principios de absolutismo e inmutabilidad históricas. Un modelo de razón que arranca, como hemos visto, en el mundo griego; un modelo que gozará de buena salud en la Edad Media –pese a la fama de oscuridad que en tantas ocasiones se ha predicado de ella-, que, seguirá siendo estudiada con interés durante el Renacimiento en sus formas retórica y dialéctica, y que, desde el siglo XVII (tras las guerras de religión europeas) hasta el cercano siglo XX fue cayendo en el más injusto de los desprestigios e incluso en el más imperdonable de los olvidos por parte tanto de la filosofía oficial como de la más herética. Entendiendo por “filosofía” no solamente la obra que nos han legado los autores que conocemos comúnmente como filósofos, como los Spinoza o Kant, o Nietzsche, o Freud; sino también la filosofía, metafísica u ontología, o como quiera llamársele, que sustentaban las concepciones de la realidad que filósofos (que es como en gran medida deberían ser llamados pues era así como se autodenominaban ellos mismos) como Descartes, Newton o Frege o Carnap, proponían como modelo explicativo y científico.

Ya vimos que para Vives, un humanista ejemplar, no había ninguna duda acerca de la existencia de dos formas de razonar según que nos ocupáramos de unos asuntos o de otros. El fin de la ratio speculativa la “razón teórica” era la búsqueda de la verdad; el fin de la ratio practica “la razón práctica” era la búsqueda del bien. Esto no le planteaba ninguna duda, porque, como hombre de su tiempo que era, había sido educado en las artes retóricas y dialécticas; es más, el propio Vives escribió una “arte retórica” que demuestra el sincero interés que por la materia sentía. No obstante, en ese punto podría surgir una duda. Muy bien, la ratio speculativa es el tipo de racionalidad que empleamos para hacer ciencia y el objetivo es encontrar causas y hechos verdaderos, pero entonces, ¿la ratio practica es el tipo de racionalidad que empleamos para hacer ética o política y su objetivo es encontrar también causas y hechos verdaderos en este contexto?. La respuesta es que ésta racionalidad de la cual está impregnada toda ética o política o toda acción humana en general no pretende, o, mejor dicho, no podría nunca buscar verdad alguna en causas o hechos morales. Para empezar, la explicación, si es que podemos emplear este término, de una conducta o hecho moral, nunca puede ser causal. A lo sumo lo que podemos es dar “buenas” o “malas razones” (16), pertinentes o inadecuados argumentos, que expliquen la misma. Y esto es así porque la racionalidad de la ciencia basa gran parte de su potencial –si no todo- en las inducciones y deducciones sobre hechos a los que se consideran como ciertos o verdad; es decir, lo que para Aristóteles y Platón era la aletheia o verdad frente a lo que para Aristóteles (y otros) eran los “hechos” que conciernen a la ética y a la política, y que también se argumentan racionalmente, aunque en esta ocasión sobre otro tipo de certeza algo distinta -pero en modo alguno inferior a la anterior- como es lo eikos, o sea, lo que es verosímil o probable: “To de eikos ou to aei alla to ws epi to pollu”(17) . Podemos, incluso acudir al libro de los Tópicos -una de las obras más antiguas dentro del corpus aristotélico, dedicada, como dijimos, a las artes dialécticas- en donde el estagirita explica con la claridad que le es propia la diferencia entre ambos tipos de certeza:

“... son verdaderas y primordiales las cosas que tienen credibilidad, no por otras, sino por sí mismas (en efecto, en los principios cognoscitivos no hay que inquirir el por qué, sino que cada principio ha de ser digno de crédito en sí mismo); en cambio, son cosas plausibles las que parecen bien a todos, o a la mayoría, o a los sabios, y, entre estos últimos, a todos, o a la mayoría, o a los más reconocidos y reputados”(18).

Me gustaría resaltar la idea aristotélica expresada en esta cita, de que las “verdades” plausibles o “verdades” más verosímiles, han de pasar por la aceptación general de los implicados o en su lugar por la aceptación mayoritaria, porque, en caso contrario, si fuese una minoría la que pretendiese instaurar un criterio de verosimilitud indigno de ser asumido por una mayoría, no tendríamos unos “principios generales” de lo que es plausible, a los cuales acudir para comprobar la corrección de ningún razonamiento de tipo, retórico, dialéctico, o bien moral que se halla llevado a cabo, pues, tomados estos tres razonamientos en un sentido amplio, como hemos venido haciendo, no dejan de aparecer como equivalentes e indistintos.

Aristóteles, a pesar de que trató y describió los diferentes tipos de razonamiento válidos, tanto en el ámbito de la demostración científica, como en el de la lógica pura, o de la dialéctica y la retórica, nunca dejó de reconocer que todos ellos, incluso los razonamientos dialécticos o retóricos, formaban parte de una especie de familia común; la familia de la racionalidad. De hecho, todos fueron llamados silogismos por él, independientemente de que pertenecieran a una categoría u otra, y eso a pesar de que a los silogismos o razonamientos retóricos les pusiera un nombre específico como es el de entimemas (19). Como ya se ha señalado numerosas veces, esta denominación especial distingue este tipo de silogismo de los otros, por la falta de una de las premisas (puede ser tanto la mayor como la menor) que generalmente se da por sobreentendida. Aunque también se distingue por otras razones que más adelante trataremos en el apartado de este trabajo que dedicaremos a la racionalidad de la ética. Mas, bástenos saber por ahora, que, aunque ostente un nombre específico, no por ello se trata de un razonamiento falso o aparente (o paralogismo según la terminología aristotélica) u otra cosa semejante.

En fin, que lo que trato de poner de relieve con esta revisión de las ideas aristotélicas acerca de la racionalidad -sobre las cuales, como dije antes, está basada la propuesta de Toulmin de recuperar terreno para lo que él llama en su último libro Regreso a la razón la “racionabilidad” frente al paradigma de la “racionalidad” preeminente que hemos heredado de la modernidad o de la Ilustración europeas- es que, no nos encontramos tanto frente a un dilema en el que haya que elegir entre modelos de “racionalidad” alternativos o excluyentes si no, más bien, que nos hallamos en una situación de aceptar la potencia e incluso la dignidad de un tipo de racionalidad o de razonamientos que históricamente han sufrido un notorio desprestigio. El problema no es, por tanto, un problema de contraposición entre retórica y lógica, por ejemplo, porque tanto en una como en otra inclusive existen razonamientos válidos, correctos y además son similares en la forma (son correlativos podríamos decir parafraseando a Aristóteles); el problema es el de la preeminencia o intento de ajustar la vida humana en general a unos axiomas indubitables y siempre ciertos, cuando lo sensato, lo de sentido común, sería que ese ajuste fuese sobre unos axiomas dubitables y de una certeza caduca y polémica en el sentido de criticable o revisable. Los “axiomas” o verdades sociales y los axiomas o verdades científicas son necesarias para garantizar una cierta estabilidad y equilibrio dentro de las comunidades humanas, sean éstas las que sean. Aunque no por ello han de perder su característica esencial de caducidad o temporalidad si encontramos otros axiomas u otras verdades más útiles o valiosas. Por eso es interesante recuperar el punto de vista retórico o dialéctico; porque ambos puntos de vista están tienen su base en lo probable, lo verosímil, lo plausible, como hemos venido señalando hasta aquí. Y por eso no es interesante dejarnos seducir en demasía por las verdades absolutas y eternas, por cuanto, a menudo, limitan en muchos sentidos, nuestra infatigable búsqueda de la felicidad humana. Teniendo en cuenta, además, como decimos, que los razonamientos, los silogismos, la forma lógica de nuestros pensamientos, tanto en un caso, cuando hacemos uso de la ratio speculativa, como en otro, cuando hacemos uso de la ratio practica, son similares.

Al hilo de esto, un filósofo tan atípicamente alemán como Ernst Tugendhat, sin embargo, ha caracterizado a la fundamentación (o motivación o enunciación de razones que expliquen una conducta) racional, frente a la fundamentación a través de “verdades superiores” no empíricas, típicas de los códigos morales religiosos, como una fundamentación débil (20). Tugendhat piensa que cuando justificamos una conducta (frente a otro u otros e incluso frente a nosotros mismos) es decir, cuando “damos razones” que explican la misma, tenemos cierta ventaja si lo hacemos desde el punto de vista de un código moral fijado de modo cerrado y absoluto. Aunque podría pensarse en muchos tipos de códigos deontológicos y en muy distintos contextos el ejemplo elegido es el de la moral teológica como digo. Y piensa que tenemos esa ventaja porque esas razones remiten al final a unas “verdades superiores” que funcionan como axiomas euclidianos y nos garantizan que no habremos de fundamentarlos a su vez pues sirven de verdades referenciales que han de ser creídas, y, en principio, no cuestionadas. El paralelismo con el modelo axiomático de presentación de una ciencia es evidente, a mi entender. Por otra parte, las justificaciones que toman como base la “racionalidad” son descritas como débiles porque como mucho podemos remitir a una especie de “verdad última” de carácter plenamente formal como es la de que obramos de un tal modo porque hacerlo así era la mejor manera conseguir que la acción o el acto realizado fuera “igualmente bueno para todos”.

Por mi parte pienso que no es muy afortunada la elección que Tugendhat ha hecho de estos ejemplos, porque sospecho que la racionalidad también funciona dentro de códigos morales absolutistas o axiomáticos (o religiosos) y no basta con el mero aprendizaje y repetición de los principios fundamentales o verdades absolutas. Además, no estoy seguro de que tal tipo de argumentación, por carecer de “verdades de fe” tal y como se proponen, sea una argumentación débil o estrecha. Si los silogismos son similares, como dijimos, tanto en argumentaciones científicas como retóricas o dialécticas, y las “verdades” de éstas últimas son, tal y como señaló Aristóteles “las que parecen bien a todos, o a la mayoría” entonces la supuesta debilidad no parece que sea tanta. Bien es cierto que Tugendhat reconoce finalmente que a pesar de su propuesta -porque en definitiva es con la que el autor simpatiza más- de una moral mínima, basada en premisas débiles, ello no implica (¡menos mal!) una moral débil en sus consecuencias. Esto es así, razona Tugendhat, porque es universal y esto le otorga las garantías suficientes para poder ser fuerte (21). Semejante paradoja, de que una racionalidad débil fundamente una moral fuerte (y además universal) por tanto, no deja de parecerme algo extraño. No deja de parecerme una nueva subestimación de la racionalidad o del poder de la argumentación retórica o dialéctica. Pero, es que, además, incluso en el caso en que fuese cierto que la racionalidad aplicada a un código moral concreto, fuese una racionalidad “débil” o de segunda clase, comparada con la racionalidad aplicada a una teoría científica, por ejemplo, eso no impediría que siguiese siendo una racionalidad, con toda la potencia y la fuerza que supone el aplicar razonamientos sea en el ámbito que sea para maximizar nuestra eficacia, que, en el caso de la Ética supone, en último término, e, inequívocamente, una maximización u optimización de nuestra felicidad tanto individual como colectiva.

Quizá sería bueno recordar ahora la figura del filósofo de la ciencia P. K. Feyerabend cuando se ocupaba del tema de la racionalidad científica y, curiosamente, denunciaba sus debilidades y sus limitaciones. Feyerabend, en varias ocasiones, defendió una concepción de la ciencia más humanizada -menos formal- y que tuviera en cuenta no solo cuestiones de objetividad y verdad, qué están muy bien, pero que podrían terminar por volver a la ciencia una actividad, paradójicamente, inhumana:

“No es acaso posible que la ciencia, tal y como la conocemos hoy (la ciencia del racionalismo crítico que ha sido liberada de todos los elementos inductivos), o una “búsqueda de la verdad” al estilo de la filosofía tradicional cree, en realidad, un monstruo? ¿No es acaso posible que cause daño al hombre, que haga de él un mecanismo miserable, hostil, convencido de que es mejor que los otros, un mecanismo sin encanto y sin humor?”.(22)


De esta manera, Feyerabend, pone en duda la supuesta tarea salvadora y benéfica que pueda emprender la ciencia para la humanidad en su conjunto. Como él dice, además, “las cuestiones de gusto no están completamente fuera del alcance de la argumentación” (23) y “la idea de que la ciencia puede y debe regirse según unas reglas fijas y de que su racionalidad consiste en un acuerdo con tales reglas no es realista y está viciada”(24). Es decir, no es realista porque simplifica en exceso la empresa humana que llamamos ciencia; está viciada puesto que si funcionase de tal modo sería la mejor manera de limitarnos tanto intelectual como moralmente. Lo que nos lleva al siguiente incómodo y insidioso interrogante: si ni siquiera la racionalidad por excelencia, la racionalidad científica, la racionalidad que empleamos como método para la “búsqueda de la verdad” resulta un método perfecto, si no perfectible, y no nos conduce hacia la felicidad, y por el contrario, nos convierte en “mecanismos sin encanto y sin humor”, entonces, ¿por qué despreciar las cuestiones de sentimientos, de gusto, de historicidad, relacionadas con ella y que forman, casualmente, parte importantísima de la argumentación retórica o moral o práctica?. Partiendo de la base de que los errores son tan importantes como los aciertos, de que son tanto racionales como históricos, entonces, debemos aceptar que tan necesario como un método válido y coherente, consecuente y eficaz formalmente, es un método práctico, basado en la experiencia y sus aplicaciones que nos socorra en la no poco enjundiosa tarea de tomar decisiones, o justificar las ya tomadas, de modo singular o colectivo. Y aquí es donde, de nuevo, surge como racionalidad específica y generosamente útil, nuestra experiencia y sabiduría práctica, nuestra prudencia.

Javier Muguerza, entre nosotros, y con la agudeza que le es propia, se expresó ya en esta línea que pretendo seguir, y de forma totalmente inequívoca a mi modo de ver, en su ya también clásico libro Desde la Perplejidad: “Las leyes de la lógica formal acaso puedan ser intemporales, pero la ciencia, repitámoslo, es histórica; y de ahí que su metodología no se reduzca sin más a lógica de la ciencia.”(25) Es decir, para Muguerza, un ensanchamiento, una ampliación de la metodología de la ciencia hacia la interdisciplinaridad o bien hacia la consideración de un hecho desde diferentes perspectivas, sociales, económicas, físicas, o históricas, no haría sino enriquecer la propia noción de racionalidad científica. Así, pues, ni la ciencia es perfecta, ni sus métodos son atemporales e infalibles. La ratio speculativa vivesiana, con todo lo que pueda tener de honrosa, de útil y eficaz, no parece, poder resolver de manera matemática todos los problemas a que se enfrentan los hombres, ni siquiera dentro de su campo de acción propio. Si la racionalidad en general se caracteriza más por la capacidad de ella misma de adaptarse a circunstancias cambiantes, a innovar, tal y como nos recuerda Muguerza que describió Toulmin en su libro La comprensión humana (26) entonces, vano intento será forzar a toda ciencia a sujetarse a un único patrón metodológico. Las circunstancias para la ciencia y su patrón racional, son tan cambiantes como para la propia vida humana, tanto de modo sincrónico como diacrónico. De hecho, como bien indica Muguerza:

“[...]la trayectoria del pensamiento humano no discurre exactamente a la manera de un camino triunfal y sin retorno que, partiendo de cero, hubiese conducido desde el mito a la razón. No ocurre así, para empezar, por lo que se refiere al punto de partida de aquella trayectoria, pues [...] la filosofía, y con ella la ciencia todavía indiscernible de la filosofía, no partió de cero ni tuvo un comienzo absoluto, por lo que sus raíces hay que buscarlas en el mito. Y tampoco ocurre así por lo que se refiere al punto de llegada de dicha trayectoria hasta el momento, como creen quienes piensan que la razón ha conseguido liberarnos finalmente de toda ideología y de toda metafísica, esto es, de toda mitología” . (27)

Puesto que, la creencia en un concepto de racionalidad fuerte, vinculado a la actividad científica o teórica y posible modelo para ser aplicado a cualquier otro ámbito, no deja de ser una burda caricaturización de unos procesos realmente complejos; de unos desarrollos históricos contingentes y concretos, e interconectados entre sí, que, lejos quedan de haber sido la panacea que todo lo sanó y lo sanará; y que un tal día, buenamente se descubrió por quien quiera que decidamos proponer como santo patrono descubridor (Aristóteles, o Euclides, o Newton, o Einstein etc).

En realidad, la propia idea de racionalidad, según se desprende del intento de definición que hicimos al principio de este apartado, queda lejos de ser de uso exclusivo de las actividades científicas o teórico-especulativas, así como, tampoco por el mero hecho de que utilicemos argumentaciones racionales -por muy científicas que sean- esto no nos garantiza la verdad de lo que estamos argumentando. Una inferencia tan clásica como la siguiente (28) :

Si el sol se mueve, entonces la tierra es el centro del sistema planetario
El sol se mueve
------------------------------------------------------------------------------------
 La tierra es el centro del sistema planetario


Es perfectamente válida y racional desde un punto de vista de la corrección lógica; ahora bien, fuera de su validez formal, sucede que fue verdadera durante un extenso período de tiempo, dentro del cual esas premisas eran tenidas por verdaderas tanto por el común de los hombres como por las voces más autorizadas tanto eclesiásticas como científicas. Sin embargo, a partir de la asunción del mundo moderno hasta nuestros días de la astronomía copernicana, resulta falsa su conclusión porque consideramos falsas las premisas, pero no porque la inferencia no siga siendo correcta. El
Modo ponendo ponens goza de excelente salud en nuestro mundo de hoy, y si no, que se lo pregunten a cualquier ingeniero informático. Y ya que hemos mencionado la astronomía copernicana no estaría de más recordar algo que ya detectó el filósofo anteriormente citado Paul Feyerabend. Como bien señala el filósofo austríaco, Galileo, uno de los grandes defensores (hasta donde pudo claro) del copernicanismo; que al mismo tiempo era uno de los grandes partidarios del método científico de origen arquimediano y euclidiano, es decir, admirador del método axiomático y de la “lectura matemática del libro de la naturaleza”; pues bien, éste, como se puede comprobar si nos acercamos a la lectura de sus famosos diálogos y demás escritos, cuando tiene que convencer a la sociedad de su época, argumenta, basándose en las pocas pruebas realmente concluyentes de las que disponía y sobre todo, echando mano de la propaganda (29), del pathos del discurso, y, de lo que en buena parte es más de lo mismo: de la argumentación retórica. Con lo cual, nos damos cuenta de que los esquemas argumentativos de la retórica (el entimema o el ejemplo) no parecen representar una especie de subclase de argumentación, “inferior” a la argumentación matemática, cuando, los propios científicos los emplean tranquilamente. Y esto es así por cuanto la propia ciencia, la mismísima razón teórica no puede evitar tener que mezclar los argumentos basados el experiencias múltiples veces comprobadas y por lo tanto verdaderas, como argumentos mucho menos comprobados e incluso imaginarios en un primer momento, que en principio solo podemos tildar de verosímiles y no de verdaderos. No hay más que recordar las diferentes teorías que se vienen manejando en nuestros tiempos en cuanto a cosmología y cosmogonía se refiere, cuyo porcentaje de pura especulación y el de hechos comprobados, deben andar a la par. Por eso no se entiende, o por lo menos, yo no entiendo, a que se ha debido el secular desprecio por las artes clásicas como la retórica o la dialéctica y similares, y si no se tratará, una vez más, de una muestra de nuestra natural necedad humana.

Decía el siempre elegante historiador romano Tácito que si todos nuestros proyectos y actuaciones deben de estar dirigidos a la utilidad de la vida humana “¿qué hay más seguro que ejercitar ese arte con cuyas armas, siempre dispuestas, proporcionas protección a los amigos, ayuda a terceros, salvación a los que peligran e, incluso, miedo y terror a los envidiosos y enemigos, y, por tu parte, estás siempre seguro y como protegido por un poder y autoridad permanentes?”(30). Por supuesto que ese arte era el arte retórica, estudiada y practicada con fervor, como es bien sabido, por el pueblo romano, quienes la habían heredado de los griegos. En esta cita, además, Tácito pone el énfasis en el carácter benéfico y, digámoslo sin tapujos, ético, de toda retórica cabalmente usada. Como buen instrumento o artefacto humano, como es un cuchillo, igual sirve para mondar una pera que para atravesarle el corazón al primero que pase por la calle. Entendida al modo taciteano, la retórica no deja de ser un arte noble y glorioso, útil para disfrutar de una vida buena.

Desgraciadamente, que yo sepa, ya desde la antigüedad, el estudio de estas artes de argumentación se centró más en los aspectos formales -en el sentido de ornamentales- o en los aspectos patéticos que fortalecen la argumentación y ayudan a que la misma sea aceptada por nuestro auditorio, sea éste el que sea (una sola persona o un colectivo etc...). Quedando, digamos “en suspenso” un estudio de estos modos de argumentación desde un punto de vista de su “racionalidad” o no, tal y como fue emprendido por Aristóteles en sus libros de la Retórica y de los Tópicos (31). No queremos con esto decir que los aspectos emotivos o “pasionales” no tengan ningún interés para el estudio de la Ética, ni mucho menos para la racionalidad inherente a la misma, sino, más bien, que parte del desprestigio de las artes argumentativas y de los discursos quizá se deba en gran parte al exceso de hincapié en estos aspectos, y a un cierto olvido de la razón o racionalidad dentro de estas artes. Y es que, la ilustre y venerable ratio practica, la razón que “trasciende a la voluntad” tal y como dijo Vives, pasó a ocupar, a mi modo de ver ya desde tiempos tan rigurosamente clásicos como fueron los tiempos en que el mundo occidental fue liderado tanto intelectualmente como económica y políticamente por Grecia y Roma, un papel secundario frente a la ratio speculativa que “termina en sí misma” la cual, ya desde entonces hasta hoy, a acaparado el interés de muchas y variadas disciplinas, y de muchos y variados científicos y filósofos.


[1] Realmente en todos sus libros se defiende similar postura.
[2] A favor de la razón Ed. Taurus 1981.
[3] Razones y causas artículo incluido en el texto La Explicación en las Ciencias de la Conducta Ed. Alianza Editorial 1977 (V.V.A.A.)
[4] Racionalidad y Realismo Ed. Alianza 1985. Pág. 14. Mario Bunge enumera y define 7 tipos, a saber: conceptual, lógica, metodológica, gnoseológica, ontológica, evaluativa y práctica.
[5] Bueno el pionero fue, como siempre, Aristóteles; pero el primero en fijar esta terminología fue Vives.
[6] Juan Luis Vives Tratado del Alma Ed. Espasa Calpe, varias ediciones. (1538).
[7] Mario Bunge op. cit, pág 17, pretende que la ratio practica presupone la existencia de la ratio speculativa; opino, sin embargo, que hay que echarle bastante imaginación al asunto para considerar, por ejemplo, a la estrategia metodológica de “minimizar la borrosidad” de los conceptos, como un tipo de racionalidad por sí mismo, teniendo en cuenta que existe una “lógica borrosa” actualmente en pleno desarrollo (que se aplica en sistemas expertos informáticos) y cuyos “razonamientos” o silogismos resultan perfectamente válidos y eficaces pese a establecerse con premisas basadas en conjuntos borrosos, que precisamente son los desechados o menospreciados por Bunge.
[8] La razón sin esperanza Ed. Taurus 1977. Ver página 84.
[9] Freud, Crítico de la Ilustración Ed. Crítica 1998. Página 201.
[10] Stephen Toulmin sin ir más lejos; aunque junto a él podríamos añadir a no pocos filósofos de la tradición analítica. Famosísimo es el adagio de Wittgenstein –maestro de Toulmin por cierto- que se ha convertido ya en un lugar común y que refleja bastante bien esto que digo, y que dice: “De lo que no se puede hablar, hay que callar”. Y en la Conferencia sobre Ética (en Doce textos fundamentales de la Ética del siglo XX Carlos Gómez Ed. Alianza 2002) este autor finaliza con una afirmación tan tajante como decepcionante: “Lo que dice la ética no añade nada, en ningún sentido, a nuestro conocimiento”.
[11] Emilio Lledó Memoria de la Ética Ed. Taurus 1994. Véase la página 202.
[12] Por ejemplo, la mentira es una conducta moralmente reprobada en muchas sociedades sin llegar a constituir, por sí misma un delito tipificado en ellas.
[13] Aristóteles Retórica Ed. Centro de Estudios Constitucionales 1991.
[14] Aristóteles, op.cit, pág. 5.
[15] Bueno, ciertamente que Toulmin jamás emplea esta terminología, por cuanto parece conceder muy poca importancia -o quizás sólo sea desconocimiento- a la tradición filosófica hispana.
[16] La filosofía ética con la cual se suele identificar a Toulmin es la denominda “good reason approach” por cierto.
[17] “ Lo verosímil no es lo que es siempre, sino lo que es por lo general”. Aristóteles, op. cit, pág. 163.
[18] Aristóteles Tratados de Lógica (Órganon) Ed. Gredos 1988. (página 90).
[19] “...el entimema es un silogismo...” Aristóteles Retorica op. cit, pág. 12.
[20] E. Tugendhat Problemas de la ética Ed. Crítica 1988. pág. 107 y siguientes.
[21] Tugendhat op. cit, pág. 145.
[22] P. Feyerabend Contra el Método Ed. Ariel 1989. Pág. 98.
[23] Op. cit, pág. 120.
[24] Op. cit. Pág. 122.
[25] Desde la perplejidad Ed. FCE. 1996.. pág. 229. La cita forma parte del capítulo del libro referido que se intitula A vueltas con la razón; texto en el cual se trata la problemática de la racionalidad y de las racionalidades en un sentido amplio; aunque el tema se halla presente en toda la obra.
[26] S. Toulmin La comprensión humana. Ed. Alianza 1977.
[27] Op. cit, pág 222 y 223.
[28] Se trata de un Modus ponendo ponens.
[29] Feyerabend. Op. cit, pág. 65 y siguientes.
[30] Tácito. Diálogo sobre los oradores. Ed. Gredos. 1981. Pág. 171.
[31] Así, en Cicerón, apenas si encontramos alguna referencia de pasada al entimema en su libro El Orador; y por ejemplo, un autor como Dionisio de Halicarnaso, se centra -en la época helenística- en aspectos como la imitación de modelos clásicos, o bien de composición del discurso: ritmo, variación, etc... (Tres ensayos de crítica literaria). Existen traducciones de ambos autores y libros en la Editorial Alianza. Sí se ocupa, sin embargo, Quintiliano de la argumentación retórica en su Institutio Oratoria pero este tratado constituye más una reelaboración de la retórica precedente de origen aristotélico que una obra plenamente original.

3.- De la racionalidad y de la ética

Va a ser en esta parte del presente trabajo donde más de cerca sigamos al autor inglés Stephen Toulmin y sus escritos relacionados con el tema que nos ocupa. Básicamente nos centraremos en El Puesto de la Razón en la Ética, libro ya citado anteriormente y que constituyó la tesis doctoral del filósofo inglés, y The Uses of Argument que también hemos citado previamente. El motivo de ello es que es en estos dos libros donde más directamente trata el tema de la racionalidad en la ética. En ambos, Toulmin, hace un llamamiento dirigido a la filosofía en general, a tener en cuenta de nuevo, aspectos de validez, aspectos argumentativos, de verosimilitud y de plausibilidad –lo que Aristóteles denominaba endoxa- en nuestros discursos, en definitiva, aspectos retóricos, que en principio pueden parecer ajenos a las especulaciones filosóficas (y científicas, considerando a la ciencia como lo que en gran parte es, tanto histórica como formalmente, un subproducto de la filosofía) pero que analizados debidamente, constituyen la esencia misma del pensamiento y la acción humanos.



En el primero de los libros que acabo de mencionar, Toulmin comienza por hacer un repaso de las diferentes corrientes filosóficas acerca de la ética que en su momento fueron pujantes, aunque, eso si, dentro de la tradición anglosajona; que se dio en llamar, de un modo en gran medida aglutinante filosofía analítica. En este sentido, dos son los autores que se analizan breve, pero apasionadamente: Moore y Stevenson y sus investigaciones sobre el lenguaje ético. Seguidamente se comparan los diferentes tipos de razonamiento atendiendo a la forma, una vez más, de su expresión a través del lenguaje; y así, se ponen cuatro ejemplos traídos de campos tan distantes y distintos como son la aritmética, la ciencia, la ética y lo que él mismo autor denomina como “un ejemplo cotidiano”. Posteriormente, se entra en materia sobre la manera de razonar en terrenos éticos y se analiza las relaciones entre los aspectos éticos de una sociedad y la sociedad misma para finalizar con una caracterización de los límites de la razón, de la racionalidad, en los asuntos éticos y políticos de una comunidad humana, y cerrar el libro ¡sorpresa! con unas aproximaciones a la religión desde la ética, en que el autor pretende delimitar los campos de actuación de ambas disciplinas.



Lo que más me llama la atención de este libro, sin embargo, es que Toulmin divide el razonamiento moral en dos tipos. Por un lado tendríamos un razonamiento aplicado dentro de un código moral (o social) concreto, y por otro, un razonamiento aplicado al propio código moral. Es decir, que como miembros de una sociedad -moral- cualquiera, nosotros llevamos a cabo razonamientos morales apoyados en argumentos aceptados como válidos por la mayoría de los integrantes de tal sociedad, o bien, razonamos sobre esos mismos argumentos cuando se llega a un punto crítico en que tales argumentos (por ser históricos y temporales) se someten a revisión. Esto último es lo que sucede cuando dentro de una sociedad algunos argumentos o leyes -porque normalmente están reglamentadas y consensuadas- son criticados y cuestionados por lo que Toulmin llama “la gente corriente” junto con los “grandes hombres” que gozan de autoridad moral y política en esa misma sociedad. Sin duda ninguna que este segundo tipo de razonamiento recuerda bastante a los estadios 5 y 6 dentro del nivel postconvencional del conocido psicólogo moral americano Lawrence Kohlberg, en los que los individuos pertenecientes a una sociedad dada (en realidad sólo unos pocos agraciados por tan clara y preclara capacidad crítica según Kohlberg, elitismo, que dicho sea de paso, me parece insostenible, se mire como se mire, el nivel postconvencional no es tan “post” como parece) se ponen en situación de tomar conciencia del carácter utilitario de las leyes y de la existencia de unos principios morales universales que estarían por encima de las legislaciones locales. Así, para Toulmin, coexisten dos tipos de razonamientos, que en realidad, a mi modo de ver, es uno sólo aplicado a cosas distintas; en uno tenemos una serie de lugares a los que acudir para saber si algo está bien o está mal, las leyes; en el otro, esos lugares pertenecen a la pura especulación filosófica y se podrían denominar como principios éticos abstractos.



Desde luego, que en ambos tipos de razonamiento moral carecemos de “verdades” claras y distintas, dicho sea en lenguaje cartesiano, y lo que tenemos es una colección de posibilidades o verosimilitudes generalmente aceptadas, sea una argumentación interna a un código dado, sea una argumentación externa a ese código o sobre sus fundamentos o los de toda moral. El resultado, por tanto, de un enjuiciamiento realizado en cualquiera de estos dos “modos” morales arrojará siempre soluciones de carácter posible, verosímil o razonable –y en cierto sentido relativo- en lugar de soluciones de carácter verdadero o absoluto. Pero esto, como dijimos, no supone debilidad ninguna frente a los resultados de los juicios científicos.

No obstante la exposición de Toulmin de esta distinción entre dos tipos de razonamiento moral, en este libro se echa de menos una descripción exacta de cómo es, qué aspecto tiene o, a qué se parece ese razonamiento o esos razonamientos morales de los que habla. La respuesta a esta pregunta se va a responder en un libro posterior que acabamos de citar y que se titula The Uses of Argument. En este libro, el filósofo inglés, tomando como modelo el mundo jurídico y en concreto lo que dentro de este mundo se denomina jurisprudencia, va a describir ese razonamiento moral que se echaba de menos en El Puesto de la Razón en la Ética. Como decimos, Toulmin toma como modelo la jurisprudencia hasta el punto de afirmar que:

“La lógica tiene que ver con la fuerza de las afirmaciones que hacemos, con la solidez de los fundamentos invocados para apoyarlas, con la firmeza del respaldo que le damos, o, para cambiar el ejemplo, con la clase de caso que presentamos en defensa de nuestras afirmaciones. [...] Por consiguiente, olvidémonos de la psicología, la sociología, la tecnología y las matemática, ignoremos los ecos de la ingeniería estructural, y detengámonos en términos como “fundamentos” y “apoyo” y tomemos como modelo propio el de la disciplina de la jurisprudencia. La lógica (podemos decir) es jurisprudencia generalizada.”[1]

Afirmación bastante atrevida, y, como toda generalización indiscriminada, a menudo particularmente falsa, pero no es esto lo que más nos interesa, sino el hecho de que el modelo de razonamiento escogido por Toulmin, procede del mundo jurídico y no del científico, por ejemplo. En términos jurídicos se comienza enunciando una afirmación (o negación) con carácter conclusivo (claim); se traen a colación unos datos o pruebas en apoyo del enunciado (data) y una afirmación o afirmaciones de carácter garante (warrants) que explican el paso de los datos a la conclusión. Incluso estas últimas pueden ser fundamentadas a su vez por una base legal, un código o unos estatutos, por ejemplo, en lo que el autor denomina (backing) o fundamento. Asimismo, existen circunstancias contrarias (reservation) al enunciado original, que recordemos tiene carácter conclusivo, que pueden refutar la veracidad del mismo y forman por tanto una disyuntiva que podría, como digo, negar el enunciado inicial.

Así, si decimos “Harry nació en Bermuda, por tanto Harry es un ciudadano británico” estaría compuesta de la afirmación “Harry es un ciudadano británico” (claim) cuya prueba o datos serían la primera parte “Harry nació en Bermuda” (data). La afirmación garante (warrant) sería la premisa implícita o elíptica “Un hombre nacido en Bermuda será ciudadano británico” y el fundamento de la misma sería la ley británica correspondiente que indica que todo ciudadano nacido en Bermuda es generalmente ciudadano británico. Y podría, por ejemplo, refutarse la conclusión trayendo a colación la excepcionalidad de la situación de un nacido en Bermuda que haya adoptado la nacionalidad de otro país (reservation).

Este esquema es dispuesto de una manera gráfica que tiene más o menos este aspecto:










El esquema de Toulmin incluye –que no hemos señalado todavía- unos “validadores”, valga el neologismo, cualificados (qualifier) que representan y dan fuerza al argumento propuesto al principio y que se utilizan con la intención de ser más persuasivo. Y esto es así por la sencilla razón de que en el curso de una argumentación, sea monológica o dialógica, es decir, participen o no varios argumentadores, lo normal es que no todos los argumentos poseen la misma fuerza persuasiva o disuasiva. El enunciado “validador” posee la virtud de ser un lugar común y puede tener un carácter probabilístico (por ejemplo “el 90% de las personas que fallecen de cáncer de pulmón son fumadoras”) o estadístico, o sencillamente verosímil (así “el aumento de las temperaturas incrementa la venta de helados en agosto”) aunque nunca verdadero de modo categórico (“todas las personas, sin excepciones, que fallecen por cáncer de pulmón son fumadoras siempre” o bien “todas aumento de temperatura, sin excepciones, incrementa la venta de helados en agosto[2]”).

Lo más interesante de este esquema de argumentación que propone Toulmin es que supone una recuperación de elementos de la retórica clásica y que de alguna manera han estado relegados a un olvido general que incluso podríamos tildar de secular. La forma del esquema argumentativo que se nos propone, tiene, sin embargo, parecidos no solamente con esquemas retóricos o dialécticos clásicos, sino que incluso dentro de lo que podemos denominar lógica clásica -léase escolástica- posee un enorme parecido con el esquema silogístico conocido con el nombre de epiquerema.

Aquí, lo que Toulmin hace, de alguna manera, es reinventar o recuperar una forma de argumentación clásica retórico-judicial bien conocida aunque como decimos, bastante olvidada y poco prestigiada. El epiquerema es un silogismo compuesto cuyas dos premisas, o sólo una de ellas, ya vienen desarrolladas y demostradas en forma de polisilogismo. Es decir, las dos premisas, o una de ellas, repito, traen ya su prueba respectiva, de tal suerte que la conclusión final se relaciona con lo referido o sentado en la primera premisa. Se denomina a veces también a esta figura "silogismo dialéctico". Un breve esquema formal (en este caso se trata del silogismo aristotélico de tipo bárbara adaptado) permite comprenderlo con mayor facilidad:

Todos los M son P (porque así está ordenado)

Todos los S son M

Luego, todos los S son P.

El epiquerema es la forma silogística en que se argumenta en los fallos judiciales o en las resoluciones gubernamentales, por lo cual también se lo suele llamar "silogismo judicial". El siguiente texto, que bien podría haberse escuchado como argumentación en una hipotética junta de gobierno de una universidad española, puede servir de ejemplo:

“Todos los organismos estatales que imparten educación lo harán gratuitamente (pues así lo ordena el artículo x de la constitución); todas las universidades financiadas con capital público son organismos estatales que imparten educación; por tanto, todas las universidades financiadas con capital público impartirán educación gratuitamente.”

Otro ejemplo más sencillo sería el siguiente:

“Si te sabes el temario, normalmente apruebas; yo me lo sé porque he estudiado; por lo tanto, aprobaré”.

Cuya formalización en lógica de enunciados podría ser más o menos así:

S~A
E~S
-------------
\ E~A

O bien, cambiando de orden las premisas:

E~S
S~A
---------------
\ E~A

Que, curiosamente, es un razonamiento válido, puesto que se trata de lo que en lógica se conoce como Ley de transitividad del condicional [(p~q) & (q~r)] ~ [(p~r)].

Así es que, como comprobamos, el esquema silogístico de Toulmin, supone no solamente una recuperación de formas de argumentación retóricas y por lo tanto, formas de argumentación morales, sino también, y esto es lo más interesante, una actualización de un viejo esquema de lógica clásica que siempre se ha tenido por ley. Evidentemente, aquí hay una notable diferencia que supongo que cualquier lector perspicaz, especialmente versado en lógica como un filósofo o un informático o incluso un psicólogo, ya habrá notado. En el caso del ejemplo de argumentación retórica de Toulmin estamos argumentando sobre un hecho ya pasado como era el nacimiento de Harry en Bermuda y estamos tratando de razonar y averiguar si dadas unas condiciones personales como las suyas, y dada una legislación concreta de un país, este hombre puede ser considerado ciudadano inglés. Dicho de otro modo, nos encontramos ante un caso de razonamiento aplicado a el ya desde los tiempos de Aristóteles conocido como discurso judicial u oratoria judicial.[3] Su objeto, como el de toda retórica y como ya se ha señalado previamente, no es averiguar tanto la verdad de un hecho, como la verosimilitud del mismo. El resultado de nuestra indagación nos dirá si es plausible que un hecho haya sucedido o bien, como en este caso, si una situación es tal cual se cree que es. Los otros dos ejemplos de epiquerema van en el mismo sentido y resulta notable que en el caso del último, aparezcan afirmaciones que enseguida reconocemos como no verdaderas pero sí como probables. Es más, el ejemplo propuesto de epiquerema, a pesar de que hemos puesto el descubierto su forma lógica, algo nos dice que la conclusión solamente tiene visos de posible, pero no de cierta absolutamente[4]. Sin embargo, el esquema racional, esto es, el silogismo empleado, es impecable desde el punto de vista de la ciencia lógica.

Quizá sea un buen momento ahora para hablar de las conocidas lógicas no-clásicas, o como decía Alfredo Deaño, de las lógicas “excéntricas” o “extravagantes”[5]. Podríamos, así, recordar que también existen lógicas muy dignas, y por lo tanto, no por ello menos lógicas o menos racionales que las otras, las clásicas, con nombres tales como “lógica modal”, o “lógica borrosa” o “lógica deóntica” por citar solamente las que más nos van a interesar ahora. Las otras lógicas, como las citadas, las que de alguna manera suponen una alternativa a la lógica entendida como lógica de enunciados y lógica de predicados, y de las que, pese a tener en ocasiones, ilustres precedentes, se puede afirmar con cierto aplomo que surgieron en el siglo XX, como ampliación de la clásica, y, sobre todo, como intentos de solucionar problemas no del todo bien resueltos por dicha lógica, suponen, como digo tentativas de abordar cuestiones que quedaban un punto a trasmano de la tradición lógica.

Es posible que, en gran medida, las lógicas alternativas no sean más que nuevos constructos teóricos que nos ayudan a comprender mejor la racionalidad de toda nuestra compleja realidad, y que, en cierto modo, todavía no hayamos dado con una lógica general o global, compuesta de distintos enfoques metodológicos, que nos explique la racionalidad dentro de todos nuestros múltiples campos de discurso: científico, moral, judicial, estético, etc... y que las lógicas “extravagantes” sólo nos están indicando que desde luego, la racionalidad humana, no se agota con un supuesto metódico tan restrictivo, en el fondo, y por otra parte, tan infundado, como es el de que sólo existe racionalidad en cuanto tomamos como modelo la “verdad” científica o matemática. Sin embargo, esto son otras cuestiones, muy interesantes, pero que no podemos tratar en este trabajo con la profundidad que requerirían.

Desde luego, no cabe apenas duda que tan válido es un razonamiento o una regla lógica, dentro de una lógica borrosa o modal, por decir algunas, que dentro de la clásica lógica de predicados. De hecho, no hay mejor prueba de que las conclusiones derivadas de las premisas dentro de una lógica borrosa, poseen una validez aceptable cuando, de hecho, se están controlando semáforos en nuestras ciudades, con ordenadores que “razonan” con predicados y con cuantificadores borrosos. Llamar a este tipo de razonamientos “débiles” como nos sugería el filósofo alemán Tugendhat -y no sólo él, por cierto, por cuanto nos encontramos aquí con un prejuicio bastante arraigado- me sigue pareciendo fuera de lugar. Es poco menos que increíble que una “manera” de razonar (si es que se trata de eso, de una manera distinta, cosa que dudo) tan débil, sea capaz de controlar una rotonda de una ciudad haciendo deducciones sobre datos imprecisos o borrosos; como es poco menos que una frivolidad filosófica el considerar que un razonamiento judicial, llevado a cabo por un jurado o por un juez, del cual dependen incluso las vidas de los hombres, su tan preciada libertad o su felicidad, sea una forma débil de razonamiento. No dejaría de resultar una paradoja, por cierto, que cuando nos jugamos el tipo, dependamos de unos señores que razonan “débilmente” sobre nuestro destino, y que, sin embargo, para averiguar algo tan banal como la probabilidad de que una baraja se mezcle azarosamente y al volver las cartas resulte un orden numérico, necesitemos de unos razonamientos “fuertes” basados en fundamentos de arte combinatoria matemática. Y me consta, dicho sea de paso, que hay profesionales de las matemáticas, y del, digamos, “razonamiento fuerte”, que ocupan su tiempo en pergeñar explicaciones para cosas como esta que acabo de mencionar. Pero, como digo, si la borrosidad de un predicado no nos impide realizar razonamientos, ni controlar una rotonda con semáforos, tarea, que, lejos está de ser trivial, entonces, lo que debemos hacer, es replantearnos nuestras ideas sobre la racionalidad misma, y, desechar preconcepciones metafísicas o de método, sobre lo que sea la racionalidad y lo que podamos o no hacer de modo racional.

Me gustaría llamar la atención sobre la circunstancia de que, casualmente, en los ejemplos dados habitualmente de razonamiento clásico o silogismos, a pesar de que se nos presentan como válidos, continuamente se deslizan elementos de lo que llamamos lógicas “no-clásicas”.

Por ejemplo, en el epiquerema anterior que decía así: “Si te sabes el temario, normalmente apruebas; yo me lo sé porque he estudiado; por lo tanto, aprobaré” nos encontramos con que la conclusión no es sino un futurible, es decir, algo más cercano a nuestro deseo personal de aprobar que a la realización efectiva del hecho, por lo tanto, una conclusión que deberíamos formalizar con operadores modales y que debería ser, por eso mismo, formalizada dentro de la lógica modal. Es decir, la conclusión podría reescribirse como “por lo tanto, es posible que apruebe” o bien, formalmente: ◊ (E~A). Pero aún hay más; si nos fijamos, la palabra “normalmente” nos da una idea de la imprecisión del condicional del que forma parte: “si te sabes el temario, normalmente apruebas”. Esta vaguedad sólo puede estar indicando una cosa, y es que este razonamiento cae dentro de la lógica borrosa. De hecho, la palabra “normalmente” es considerada un cuantificador dentro de este tipo de lógica, y se llevan a cabo inferencias -válidas, por supuesto- que de unas premisas nos conducen a una conclusión[6]. Estas dos cosas que acabamos de indicar nos hacen pensar en que la cuestión de la racionalidad se puede enfocar de diferentes maneras, con diferentes definiciones o conceptos incluso, que operen sobre y en la misma racionalidad de un discurso; y que, dentro de un mismo discurso, nos las tenemos que ver con elementos dispares que, sin embargo, no obstaculizan nuestra capacidad de razonar o de calcular.

Unas líneas más arriba mencioné otro tipo de lógica que puede considerarse como una subclase de lógica modal y que es conocida como “lógica deóntica”. Las modalidades de las que he hablado hasta ahora son conocidas como modalidades aléticas porque realmente lo que hacen es precisar la manera en que un enunciado es verdadero o falso. O dicho de otro modo, qué cantidad o qué tipo de verdad podemos aceptar o esperar de un enunciado cualquiera (pero que tenga o sea suceptible de ser reescrito con operadores modales o en lenguaje modal). La lógica deóntica se ocuparía de las inferencias que realizamos con proposiciones prescriptivas, o dicho en lenguaje más coloquial, con normas. Estamos hablando de operadores modales como “es obligatorio que p” o bien “está permitido que p” o “está prohibido que p”. Es indudable que existe una estrecha relación entre el juicio moral que hacemos de ordinario de una acción propia o ajena y un enunciado cualquiera dentro de esta lógica. Lógica que, al mismo tiempo se halla estrechamente relacionada con el código legal vigente en una sociedad concreta. Lo que, de nuevo, nos pone en el camino de la racionalidad de lo “razonable” y lo “probable”, de lo aceptado y permitido por los miembros de una sociedad histórica determinada, cuyas inferencias morales se hallan estrechamente vinculadas al mundo del derecho, del razonamiento judicial o de la jurisprudencia o historia de casos concretos, tal y como nos señalaba Toulmin en su modelo de argumentación anteriormente descrito.

Una vez que hemos visto estas cuestiones acerca de la lógica –del razonamiento- y su relación o sus relaciones con la racionalidad moral, es necesario volver a comentar que, tanto el modelo de Toulmin, que, como dijimos, era similar al silogismo conocido como epiquerema, como estos modelos de lógicas excéntricas, que hemos visto, nos han alejado un poco del razonamiento retórico por excelencia, que es el que Aristóteles denominaba, como ya señalamos antes, con el nombre de entimema (aunque, debemos señalar, asimismo, que Aristóteles también concedió una gran importancia al razonamiento inductivo, que dentro del arte retórico es denominado “ejemplo”). Hay dos modos de definir lo que es un entimema; por un lado se le considera, de un modo bastante habitual, como un silogismo al que le falta una de las premisas, sea ésta la mayor o la menor; por otro lado, se define un entimema como un silogismo aproximado o también como un silogismo cuyas premisas son “verosímiles” y no necesariamente verdaderas.

Seguramente, un entimema sea las dos cosas juntas, es decir, tanto un silogismo elíptico como un silogismo cuyas premisas son “probables” o “verosímiles”. Veamos un ejemplo de Aristóteles:

“Y dice que yo soy amigo de pleitear, pero no puede denunciar que yo haya levantado ningún pleito”[7]

Como se observa, la fuerza del argumento reside en la probatoria de que no se pueden -paradójicamente- presentar pruebas a favor de una acusación. Evidentemente, las premisas son solamente verosímiles porque es posible que el acusado sí que sea amigo de pleitos aunque nunca los haya llegado a emprender realmente y sólo se hayan quedado en meras amenazas; o bien es posible que el acusado haya puesto pleitos en otra ciudad o país y por lo tanto no sea posible, en ese momento, presentarlos como prueba. La premisa que no se enuncia, pero que está implícita, sería la de que “Los amigos de pleitear, levantan pleitos”.

Podríamos intentar formalizar el entimema incluso utilizando la lógica de predicados monádicos, así:

Vx (Ax~Lx)
¬ La
___________
¬ Aa

Que se leería: “Para todo x, si x es amigo de levantar pleitos, entonces x levanta pleitos; yo no he levantado pleitos; luego yo no soy amigo de pleitear”. Ahora podrían asaltarnos dudas sobre la validez de este razonamiento que rápidamente se despejan porque enseguida nos damos cuenta que se trata de la ley Modus Tollendo Tollens adaptada a la lógica de predicados. Luego, de nuevo vemos que la lógica puede aplicarse a enunciados que no son directamente verificables con hechos o eventos reales y de cuya “verdad” no hay, en principio, duda alguna. Lo cual nos hace pensar en que es posible que la racionalidad sea aplicable también a los enunciados morales, a los retóricos, de igual modo que a los matemáticos, por ejemplo. Es así como la racionalidad práctica, la razón aplicada a “las maneras de obrar” a las acciones y motivaciones de las mismas aparece en escena de un modo inequívoco y en gran medida no alejado de las formas de razonamiento formal científico.

Es digno de mención, decir que los entimemas aristotélicos, los lugares comunes para argumentar sobre nuestros actos, proceden tanto de la agudeza del estagirita, como de su insaciable curiosidad intelectual, que le llevó a recopilar muchos dichos populares, refranes y adagios que son lo que forman la base de estos lugares comunes, y, por eso mismo, la fuente de todo entimema o razonamiento aproximado o elíptico[8]. Esto que señalo puede que haga que algunos filósofos o mentes bienpensantes de similar pelaje se lleven las manos a la cabeza y digan “pero, ¿cómo? ¿que la razón humana, que manda transbordadores espaciales tripulados fuera de la órbita terrestre, termina argumentando sobre la conveniencia o no de una decisión o de una norma, o sobre la veracidad o no de un hecho, basándose en refranes o en dichos populares?”. Pues mucho me temo que la respuesta, a pesar de lo mucho que nos duela, es en gran parte afirmativa. No voy a hacer ahora una apología de la sabiduría popular, que no es el caso, pero es indudable que dentro de la misma algo debe de haber de bueno, e interesante e incluso útil, que nos permite aceptar de un modo intuitivo y rápido una argumentación cualquiera, y digo cualquiera intencionadamente, incluida una argumentación que pretenda decidir sobre la conveniencia o no de realizar un experimento científico x en un laboratorio de bioquímica, por muy científico que sea el objetivo y mucha búsqueda de la verdad que se pretenda iniciar.

Veamos un ejemplo: supongamos que en nuestro trabajo cometemos un error y un compañero, si no nuestro jefe mismo, nos reprocha haberlo hecho. Entonces, junto a nuestras excusas, bien podemos decir “el que tiene boca se equivoca” y utilizar un refrán bien conocido, un lugar común de la gente que necesita excusarse y además un razonamiento escueto que pone en la actualidad de la conversación con nuestro interlocutor la “verdad” de aceptación general de que todo aquel ser humano que se precie de serlo es falible, por cuanto si no fuera de este modo, podemos concluir, acaso no se trate entonces de un ser humano. Además, si nuestro compañero, o nuestro jefe no nos disculpan, ni nos perdonan el error cometido, siempre podemos recordarles sus propios errores y de este modo asegurarnos una mayor benevolencia hacia nosotros. Podríamos expresar el conocido refrán de otra manera; podríamos decirlo así: “todo ser humano comete equivocaciones” (incluido nuestro jefe añadiría yo). Y ya rizando el rizo, podríamos incluso llegar más lejos y argumentar con él más o menos así: “todo ser humano comete equivocaciones; yo soy un ser humano, por lo tanto también cometo equivocaciones” de tal modo que lo que resulta perdonable para toda la humanidad por ser rasgo distintivo de la misma, ha de ser perdonable también para el individuo particular. Podríamos, y esta vez prometo que va a ser la última, intentar hacer una formalización auxiliándonos en la lógica de predicados monádicos y comprobar que la conclusión es consecuencia lógica de las premisas:

¬ E (Hx & ¬ Cx)
Ha
----------------------
Ca

Y una posible deducción, entre varias, sería:

1. ¬ E (Hx & ~ Cx) Premisa 1ª.
2. Ha Premisa 2ª.
3. ¬ (Ha & ¬ Ca) Regla de eliminación del cuantificador E 1.
4. ¬ Ha 0 ¬¬ Ca Ley de Morgan 3.
5. ¬ Ha 0 Ca Ley de doble negación 4.
6. Ca (Conclusión.) Ley de inferencia de la alternativa 2, 5.

Así pues, según se va viendo, los inocentes y populares refranes poseen una fuerza racional mayor de lo que pudiera parecer en un primer momento. Luego esto vuelve a hacernos plantear la cuestión de la debilidad del discurso y del razonamiento moral, puesto que si la lógica más clásica parece operar con toda naturalidad con este tipo de enunciados, de lenguaje, entonces la debilidad no ha de ser tanta o más bien es que ni siquiera existe o quizás es que tanto los razonamientos de la ciencia como los del lenguaje común, moral, retórico, comparten esa misma debilidad (o fuerza, según donde se ponga el acento). Como dice Toulmin en El Puesto de la Razón en la Ética: “Sería estúpido decir que los “slogans” (léase refranes en este caso) eran paradójicos, falsos o inconsecuentes; pues en su uso sirven a una finalidad determinada, y la sirven bien”.[9]

Y ya que hablamos de Toulmin otra vez, sigamos con él. El último capítulo del libro de Toulmin del que extrajimos la anterior cita, resulta muy interesante por cuanto nos va a permitir dar un salto desde la racionalidad de los argumentos éticos, sean estos refranes, entimemas, epiqueremas, borrosos o precisos, posibles o necesarios..., dentro de un código moral dado, de una sociedad concreta, hacia la racionalidad o, mejor dicho, hacia el fundamento o fundamentos mismos de la moral humana en general. Toulmin ha mostrado a lo largo de este libro que el razonamiento tiene un límite; y ese límite afecta a cualquier tipo de enunciado (incluso, una vez más, los de la ciencia). Las razones, sean garantes (warrants) o bien fundamentos (backings), según el modelo de argumentación descrito por este autor y que ya dijimos que parecía más bien una actualización de lo que se conoce como epiquerema en lógica clásica, pueden darse en una cadena continua pero siempre finita.

Llega un momento en que la argumentación con razones para poder, posteriormente, actuar, o bien, cuando se argumenta sobre actos ya realizados, no puede dar más razones en apoyo de una determinada manera de obrar. Toulmin compara la situación con la de un niño que dialoga o más bien interroga a su padre y continúa preguntando “por qué” pensando que todos los acontecimientos tienen un por qué o una razón detrás. Al final, el padre acaba por decir al hijo que deje de hacer preguntas tontas. Lo que sucede es que casualmente estas preguntas tontas son las que más nos gustan a los filósofos. Normalmente, cuando se piden razones para actuar o por alguna acción ya realizada, lo que se está haciendo es tratar de averiguar la adecuación de estas acciones pasadas o futuras con un código moral o legal vigente en una sociedad cualquiera, se halle éste regularizado en forma de leyes escritas -habitualmente consensuadas- o en forma de tradiciones orales o incluso en tradiciones de hábito, ni escritas ni contadas pero digamos que están “dadas por supuestas”. Hemos de recordar aquí que una de las fuentes del derecho tal y como la citan tradicionalmente los manuales de esta disciplina es la costumbre, cuya importancia es sólo superada por la ley como fuente proveedora de normas sociales o de convivencia, al menos, así es considerada por gran parte de los tratadistas. Cuando se pregunta si está bien o es correcto tal o cual comportamiento, sea este verbal o físico, lo que se está pidiendo, en primer lugar, es una razón dentro de una sociedad que apoye (o refute) el mismo. Ahora bien, si una vez dadas las razones pertinentes, por ejemplo: “si robas irás a la cárcel, porque la ley x de tal país o ciudad condena a los acusados de robo, porque además tu reputación como miembro de la sociedad caerá en picado, y perderás los beneficios de tener una buena reputación a los ojos de tus conciudadanos o vecinos, etc...”, entonces llega un momento en que si alguien todavía pregunta “¿y por qué no puedo robar?” en ese momento ya no tenemos más razones, digamos “locales” y tenemos que echar mano de razones que valgan para toda la humanidad en general (en parte en el ejemplo anterior ya hemos dado un indicio de esto al hablar de la reputación personal del individuo social) y la cuestión pasa de ser una cuestión de razones y de racionalidad moral práctica para convertirse en una cuestión de los fundamentos mismos de la ética. De este tema trataremos, no obstante, en un apartado posterior de este trabajo. De algún modo, esta clase de preguntas límite, como gusta Toulmin denominar, son necesarias para el ser humano (si no se la hiciera dudo mucho que se le pudiera siquiera considerar tal) y parecen situarse “más allá de la razón”. Para el filósofo inglés, en lo cual además convengo con él, estás preguntas no carecen de importancia. Incluso llega a afirmar que “si no hubiésemos hecho nunca preguntas extrarracionales, nunca hubiéramos de hacerlas racionalmente”.[10] Recordándonos, con ironía, cómo la propia actividad científica, el prototipo de racionalidad por excelencia, surgió de actividades tan desprestigiadas en nuestro mundo globalizado actual, como son la magia y la alquimia, las religiones primitivas o la astrología por citar solo algunas de ellas. Toulmin, incluso trata levemente la cuestión del papel de la religión (entiendo que cristiana) en la ética, es decir como proveedora de fundamentos de ésta disciplina. Pero, pienso que este asunto, y mis reservas respecto a las ideas que se vierten en esta parte final del libro de Toulmin, será mejor tratarlas en el apartado que dedicaré a los fundamentos de la ética. Me quedaré, por ahora, con la idea de que estas cuestiones lejos están de ser banales o secundarias; lo único que afirmo ahora es que no es que no sean importantes, sino que son diferentes. O dicho de otro modo, una cosa es analizar el papel que puede desempeñar la racionalidad en la ética y otra muy distinta estudiar los fundamentos últimos de toda conducta moral humana. Resulta evidente, por lo tanto, que son temas estrechamente relacionados, especialmente por cuanto ha habido (y todavía hay) quién hace descansar el edificio de toda ética en los pilares de la racionalidad; y para muestra, un botón: toda la tradición ilustrada europea; sin embargo, repito una vez más, se trata de cuestiones distintas.

Resumía Diógenes Laercio la filosofía de Aristóteles diciendo que se componía de dos especies; por un lado la filosofía práctica y por otro la teorética. A la primera, pertenecerían tanto la ética, como la política, y, a la segunda, la analítica (filosofía de la ciencia diríamos hoy quizás) y la filosofía propiamente dicha (que podría ser una mezcla de lo que hoy llamamos física, metafísica y lingüística). La lógica (esto es, el estudio del silogismo, del razonamiento, de la racionalidad de un discurso) se aplica tanto a una como a otra, aclarando: “y ésta última no es parte de la filosofía teórica, sino como un exacto instrumento para ella” y continúa “y la ilustra (la lógica) con sus dos objetos o blancos probable y verdadero [...] para lo probable, de la dialéctica y de la retórica, y para lo verdadero, de la analítica y de la filosofía [...]”.[11] Es decir, que la lógica (la racionalidad) es como independiente tanto de las actividades especulativas como de las prácticas, y sin embargo está presente en ambas. No obstante, aunque normalmente exista racionalidad tanto dentro de la ciencia o la filosofía, como de la ética, eso no implica que no se pueda hacer ciencia sin racionalidad (o irracionalmente)[12], de igual modo que tampoco implica que no se pueda un individuo comportar moralmente sin razón, sin razonamiento (incluso sin voluntad)[13]. La lógica, que aquí identificamos con la racionalidad -puesto que si no hay racionalidad en la lógica ¿dónde la hay? y si no hay lógica en la racionalidad ¿dónde se encuentra?- es así definida como un “exacto instrumento” de la filosofía, tanto práctica como teórica, resultando que en cierto sentido, tanto la ratio speculativa como la ratio practica de las cuales hablábamos anteriormente, constituyen en verdad –y excúseseme el tópico- “las dos caras de una misma moneda”. O quizás, lo que ocurre es que nos las habemos con un único instrumento aplicado a distintas áreas o disciplinas del mundo humano. Así como cuando un mismo pañuelo (tipo foulard quiero decir) nos sirve tanto para abrigar nuestro cuello en invierno como para protegernos del sol en verano; la racionalidad, el cálculo silogístico y demás cachivaches de la razón, nos sirven –y bastante bien la mayoría de las veces- para tomar decisiones sobre lo pasado y sobre lo futuro, tanto en cuestiones prácticas o éticas, como en cuestiones teóricas o científicas.[14] Y esto es así, debido a la versatilidad de la racionalidad, a la versatilidad que cualquier herramienta que se nos ocurra posee, por supuesto, no tanto porque la posea la herramienta misma sino porque se la otorga el ingenio humano (o animal, pero de esto posiblemente diremos algo con posterioridad) cuando le da un uso o varios. Y esto es así, porque hay un aspecto muy interesante del que no hemos hablado aún, como es el de la creatividad y la imaginación, aspecto que, como tantos otros, y una vez más, hemos de dejar a un lado en este trabajo.

No quisiera abandonar este apartado sin decir algunas palabras más sobre la racionalidad y la ética. En el epílogo del libro de Toulmin del que venimos hablando en este apartado El Puesto de la Razón en la Ética su autor resume el libro diciendo que puesto que la ética tiene que ver con la satisfacción de deseos e intereses, y puesto que vivimos en una sociedad reglamentada por códigos de conducta (cuyo contenido son normas o leyes), suele resultar una buena opción para un miembro de esa sociedad el seguir las normas que recogen esos códigos. Al mismo tiempo, Toulmin nos recomienda que no aceptemos, sin embargo, cualquier institución sin crítica, porque hasta las más venerables evolucionan y en cierto modo es su razón de ser el evolucionar, en tanto en cuanto distintos problemas históricos han de resolverse con diferentes soluciones; así, el papel de la racionalidad dentro de una sociedad se reduce, en primer lugar, a un método auxiliar -más o menos fiable- de desentrañamiento de un conflicto moral, pero, en un segundo plano, y no por ello menos importante, a un método para criticar el sistema ético mismo y someterlo a revisión o incluso a su adecuación junto con otros sistemas extraños a esa sociedad pero igualmente valiosos. Es decir, que la racionalidad en la ética cumple un papel doble -según Toulmin- entendido éste como una aplicación de cálculos deductivos e inductivos (recuérdese que Aristóteles concedía gran importancia al ejemplo, a la argumentación por inducción, en su libro de retórica) sobre una serie de leyes o “axiomas” dados, que serían competencia del derecho nacional, pero también como una aplicación de estos mismos cálculos sobre una serie de reglas transnacionales cuyo relativismo y temporalidad, nos pondrían en el camino de la autocrítica (hablando de nuestra cultura) y de la crítica de las sociedades vecinas a aquella dentro de la cual vivimos. En este segundo momento, cobran especial importancia los intentos de establecer códigos morales generalistas de supuesta aplicación universal, como es el caso, por ejemplo, de la declaración de los derechos humanos.

No obstante, a pesar de la utilidad de la razón tanto en uno como en otro caso, a pesar de que nos ayuda a ser tanto críticos como autocríticos, a pesar de que nos permite ser persuasivos y disuasivos, tanto con los demás como con nosotros mismos, a pesar de todo esto, aún queda hueco para guardarnos alguna reserva sobre esa utilidad de la razón o de la racionalidad. Por muy calculada que esté una decisión, por muy razonada silogísticamente que se halle una conclusión sobre cualquier cosa que se nos ocurra, sea verdadera o verosímil, esto nunca nos asegura que hayamos hecho la elección correcta en una última instancia o que las cosas sean como se ha concluido, y en el caso de que esto sea así, entonces lo que a menudo sucede es que la conclusión era trivial o fácilmente comprensible sin necesidad de ser explicitada. Un silogismo tan conocido como el de “Todos los hombres son bípedos, todos los españoles son hombres; luego todos los españoles son bípedos” que es el llamado modo “bárbara” resulta impecable desde un punto de vista racional o matemático incluso, pero si se analiza con seriedad nos damos cuenta de que poca sabiduría nos da -en poco aumenta nuestro conocimiento- una explicitación que mental e inconscientemente hace cualquiera y sin necesidad no sólo de pensar en las premisas y en la conclusión, sino sin ni siquiera utilizar lenguaje alguno. Dudo mucho que la mente de nadie se ponga a hilar silogismos de este tipo cuando se encuentra con un español. A partir de la preadolescencia y la adolescencia, que es cuando se desarrollan en su plenitud las formas lógicas[15] en los seres humanos (por lo menos en los países occidentales), todo razonamiento que resulte obvio, por muy verdadero que sea, no deja de ser una pérdida de tiempo colosal y de hecho nadie en sus cabales se para a pensar, cuando se tropieza con un español, en si es bípedo o en si es un hombre. Es decir, cuando uno ya sabe lo que es ser español, bípedo y hombre porque conoce la definición de esos tres conceptos, de modo autómata y en gran medida inconsciente, ya sabe que si se encuentra con un español (o con alguien de la nacionalidad que sea) se trata de un ser humano y además bípedo. Por lo tanto, cuando los hombres pensamos en general, no nos ponemos a perder el tiempo en deducciones obvias, ni mucho menos en saber si el razonamiento que hacemos es conforme a las leyes de la lógica o de la retórica, o si lo que estamos cavilando tiene la forma de un entimema, de un epiquerema o de un dilema cornuto[16]. Y es que, como decía el tan poco de moda actualmente Jaume Balmes: “cuando el hombre discurre no anda en actos reflejos de su pensamiento, así como los ojos cuando miran no hacen contorsiones para verse a sí mismos”.[17]

Una vez visto, que la racionalidad no es una herramienta tan perfecta como creíamos, y que posee unos límites, los límites de la pura obviedad, más allá de los cuales de poco sirve, entonces cabe hacerse la pregunta: ¿la conducta moral se agota en la racionalidad? ¿si no hay razonamiento no hay moral? O dicho de otro modo ¿es la racionalidad garantía de moralidad? ¿sólo el razonamiento posibilita la conducta moral deseable?. Como nos recuerda con tristeza Javier Muguerza, la idea impensable de que un ser dotado de razón como es el hombre, pudiera tratar a un semejante como un medio (para un mal fin), y de una manera carente de toda humanidad posible, no solamente ha sido pensada sino que incluso ha sido puesta en práctica durante el pasado siglo (en realidad desde que el hombre existe como especie añadiría yo) en Auschwitz o Hiroshima. Y lo que nos parece todavía más sangrante es que, como dice Muguerza “sabemos que es posible hacer tal cosa racionalmente”.[18]


[1] S. Toulmin The Uses of Argument. Ed Cambridge 1958. Pág 7 y 8. (Traducción de M. Santos Camacho en Etica y Filosofia Analítica Ed. EUNA 1976).
[2] Es evidente que puede darse el caso de que durante el mes de agosto, pese a aumentar las temperaturas respecto al mes de septiembre, la venta sin embargo disminuya o se estabilice, por ejemplo, por simple ausencia de posibles compradores que han salido de vacaciones.
[3] Los otros dos tipos, como se sabe, son la oratoria deliberativa y la epidíctica.
[4] Piaget, el psicólogo suizo, considera que los hombres y las mujeres, una vez alcanzada la madurez intelectual, son capaces de razonar correctamente sobre proposiciones en las que no se cree aún o ni siquiera se cree y que son tratadas por los sujetos como hipótesis puras (o verdades posibles).
[5] Alfredo Deaño Introducción a la lógica formal Ed. Alianza 1978. Pág. 301.
[6] Desde luego, no nos aseguran, como siempre, que los contenidos de esas premisas o su conclusión sean verdaderos, sino solamente que el razonamiento es correcto. Y si no, que se lo pregunten a uno que haya suspendido el examen después de estudiar el temario, cosa, por otra parte, no solo muy posible, sino muy común.
[7] Aristoteles Retórica op. cit pág 155.
[8] Según es citado por Diógenes Laercio el libro en cuestión se llamaría Proverbios y constituiría una especie de refranero popular; también escribió un libro titulado Del aconsejar lo cual nos indica que estos temas afines, eran de su interés (y ¿qué no? por cierto).
[9] Op. Cit pág 226.
[10] Op. cit pág 236.
[11] Diógenes Laercio Vidas de los filósofos más ilustres Ed. Porrúa. México 1991. Pág 120.
[12] Que le pregunten al premio Nobel Fleming cuánta racionalidad, cuánto cálculo mental hubo, cuánta deducción lógica, al descubrir la penicilina. Si Fleming utilizó sus razonamientos fue posteriormente, pero el origen del descubrimiento fue, más fruto de la casualidad, que no de la causalidad.
[13] Así, un loco puede llevar a cabo un acto moralmente bueno, dentro una sociedad, y haber actuado de modo irracional, sin intención de hacerlo por el hecho de ser un acto considerado como bueno.
[14] Aunque habría que ver qué cantidad de ciencia hay en determinadas especulaciones teóricas, pero ese es otro tema.
[15] Véase la obra de Piaget Psicología del niño Ed. Morata. 2000. Pág 131 y ss. Piaget señala que sin conocer fórmula lógica alguna el preadolescente de 12 a 15 años es capaz de manipular transformaciones según posibilidades o principios formales básicos: inversión, reciprocidad y correlatividad.
[16] San Jerónimo lo llamaba argomento cornuto.
[17] Jaume Balmes El criterio Ed. Círculo de lectores. 1968. Pág 131.
[18] Op. Cit. Pág 334.