domingo, 30 de diciembre de 2007

2.- De la racionalidad y sus tipos

Vaya por delante una advertencia: la tesis que voy a defender en este trabajo, en general, va a ser algo más radical que aquella que expone Stephen Toulmin en algunos (1) de sus últimos libros publicados -Cosmópolis o Regreso a la razón- en lo que concierne a la ética. Para el Toulmin de estos dos libros la racionabilidad debe recuperar terreno perdido frente a la racionalidad imperante a lo largo de toda la Modernidad; es decir, del siglo XVII hasta nuestros días; por mi parte, voy a defender la postura de que aunque perdamos de vista, no sólo a la racionalidad (rationality) sino incluso a la racionabilidad (reasonableness), incluso en ese caso, aún podremos seguir siendo animales morales dejando nuestros eventos y problemas cotidianos en manos de nuestro corazón o de nuestros instintos. Y que esto, al menos desde un punto de vista filosófico, también ha de ser objeto de recuperación de terreno perdido, como mínimo, frente a nuestra poderosa tendencia hacia el antropocentrismo, cuyo auge, igualmente reinó en los tiempos de la modernidad histórico-científico-político-filosófica ( y perdón por tanto predicado encadenado con guiones). No obstante hecha esta declaración, y desvelamiento previo de mi tesis más general, a continuación, voy a pasar a tratar con detalle la cuestión de la racionalidad, o de las racionalidades, dentro del amplio espectro de la vida humana y no únicamente (esto vendrá después) dentro de los ámbitos donde gobierna la ética, que es, en principio, el asunto rector de este texto.

La cuestión de la racionalidad no es asunto trivial, por cuanto, como en casi cualquier concepto abstracto, resulta más sencillo hablar de ella que definirla. Además, la racionalidad a menudo se identifica en contextos filosóficos con el término “razón” lo cual no hace sino complicar un poco más el asunto. No obstante, me parece interesante intentar una aproximación hacia un concepto de racionalidad, si no exhaustivo, cuando menos suficiente para saber que terreno pisamos en estos temas. Como ya señaló en su momento Miguel A. Quintanilla (2) en una -a mi modo de ver- inspirada frase: “En la razón simplemente se está o no se está; mejor aún, la razón se ejercita o se adormece”. Esta idea de razón como algo que se ejercita ya nos da una pista de que cosa pueda ser el comportamiento racional o según términos racionales, y por añadidura, que podrá ser aquello que está detrás de esos comportamientos que decidimos predicar como racionales. Continuando con Quintanilla, podemos sumar a esta idea de racionalidad (o razón) como algo que se ejercita, la idea, también indicada por este filósofo, de la racionalidad como algo que es “patrimonio de todos”. A estos dos rasgos, podemos añadir dos elementos más, señalados esta vez por nuestro filosófico cicerone Stephen Toulmin (3), quien define a la acción de razonar, la racionalidad, como un procedimiento, un arte, una técnica susceptible de ser aprendida, haciendo paralelismo con otra habilidad muy especial del hombre cual es el lenguaje articulado. Resumiendo, por tanto, los rasgos generales de la racionalidad que hemos ido tomando de estos autores, y añadiendo algo más de nuestra propia cosecha, podemos caracterizar a la misma como un procedimiento o técnica que es posible aprender (por tanto es también comunicable) y ejercitar, y, que nos capacita, universalmente en principio, para actuar de una manera coherente y metódica, lógica y consecuente, en muy distintos contextos y acceder, finalmente, a los fines o metas propuestas (o no) por los individuos o colectivos racionales. El mismo Toulmin utiliza una palabra que me parece extremadamente reveladora de la proximidad real (si no, identificación in extremis) que se da dentro de nuestros procedimientos mentales, entre aspectos simbólicos, matemáticos o lógicos, y aspectos lingüísticos o discursivos, o de mera imagen, como es la palabra “cálculo”. La racionalidad se asemeja así a un cálculo, a una determinación o averiguación de alguna cosa por medio de procedimientos o razonamientos de un tipo u otro. Dicho de otro modo: en la racionalidad no habría razón de ser, en un primer momento, para distinguir entre razonamientos matemáticos, y razonamientos lingüísticos o de discurso. De hecho, es posible, como cualquier conocedor de las artes lógicas ya sabe, hacer deducciones correctas –o válidas- tanto si se realizan con palabras, con frases normales y corrientes, como si se llevan a cabo con simbología lógica (cuantificadores, símbolos conectivos, variables, etc...). En ambos casos, el método de fondo es similar, su diferencia radica en el modo de expresión del cálculo mental realizado.

Pues bien, una vez establecido un punto de partida desde el cual abordar el tema central de este trabajo, será bueno tratar la cuestión de si la racionalidad es una sola o hay varias; o quizás, haciendo un símil con el lenguaje doctrinal católico, sea como la Trinidad, tres (o más, o menos) personas en una misma esencia divina unificadora. Respecto de la posible división de la racionalidad en varias racionalidades, echando un vistazo por ahí me he encontrado un poco de todo: desde autores (normalmente filósofos ilustrados) que solamente reconocen una sola razón o racionalidad (Descartes sería quizás el caso más paradigmático) hasta autores como Mario Bunge que dan una lista bastante gruesa de los diferentes tipos de racionalidad (4). Por otra parte, existe una venerable tradición a la cual me voy a sumar en este apartado por motivos de simple y pura manejabilidad de conceptos, que distingue entre la razón o racionalidad aplicada a cuestiones de hecho y su explicación causal y otra que se aplica a cuestiones de experiencia, pero atendiendo, esta vez, a su explicación por motivaciones. Y no encuentro mejores términos para nombrar a ambas racionalidades que los que propuso el primer filósofo (5) que trató estos temas, que no es otro que el sagaz humanista español, Juan Luis Vives:

“De aquí la existencia de una doble dirección: la razón especulativa (ratio speculativa) cuyo fin es la verdad, y la razón práctica (ratio practica) que tiene el bien por fin. La primera termina en sí misma, la otra trasciende a la voluntad. [...] En una y otra no se distinguen ni ejercitan por igual los hombres; pues así como los hay que ven mejor por la tarde que al mediodía, también algunos raciocinan bien acerca de lo verdadero, y no de lo que debe hacerse, y otros al contrario; porque la manera de obrar se aprende con la experiencia, y la de saber, con la fuerza del entendimiento.” (6)


Vemos -en esta larga cita- que Vives distingue entre la razón o racionalidad aplicada al conocimiento de las cosas y la razón o racionalidad aplicada a “la manera de obrar”. Ambas, así definidas, en principio se ocuparían de asuntos diferentes y no tendrían porque entrar en conflicto nunca. Sin embargo, algunas corrientes de pensamiento, que podríamos caracterizar muy a grandes rasgos de “positivistas” o incluso de “racionalistas” han intentado reducir la una a la otra, o bien asimilar la racionalización de las acciones y motivaciones de las mismas a una racionalidad de óptimos de corte científico. Lo que quiero indicar es que aunque exista un cierto substrato común de pretender resultar lo más eficaz posible, o mejor aún, adecuado y pertinente posible, a la hora de elegir entre alternativas de acción o de conocimiento, esto no impide una separación de objetivos e incluso de la manera de afrontarlos cuando se aplica la racionalidad a estos diferentes campos. La tradición científica o positivista pretendió en su momento estudiar las “maneras de obrar” (en terminología vivesiana) empleando como herramienta conceptual modelo, la racionalidad científica, o ratio speculativa, fuera de su lugar “natural” de aplicación. Esto resultó interesante por cuanto siempre se pueden obtener ideas o sugerencias o alternativas antes no contempladas, al aplicar herramientas en otros contextos para los que fueron diseñados originalmente; no obstante, llevar esto al extremo no sólo puede resultar inadecuado sino incluso inútil. Pensemos, por poner un ejemplo, en una actividad milenaria como la agricultura y en que un día, a algún cerebro bienpensante se la ocurre aplicar la técnica militar del bombardeo del terreno con potentes aviones y poderosas bombas (técnica muy eficaz en su aplicación natural cual es la guerra) para abrir surcos en los campos agrícolas. Semejante forma de arar la tierra será posiblemente interesante como sugerencia (a lo mejor se puede diseñar un “bombardeo” de corto alcance de semillas o qué sé yo...) pero en un primer momento lo que parece, es que resultaría un método muy chapucero, y, además, sin duda alguna, extremadamente costoso e ineficaz. Con este ejemplo, lo que quiero poner de relieve es que, la ética, que en principio se ocupa de las acciones realizadas o por realizar; de sus motivaciones y adecuaciones o no, a unos determinados valores, echando mano para ello de una forma particular de esquema racional, no necesitaría, en una primera instancia, el auxilio de los procedimientos o esquemas racionales de la ciencia o de las “ciencias” por cuanto sus campos de estudio son distintos (7). Así, la gran pregunta por la racionalidad en la ética, por la incidencia de la ratio practica en las “maneras de obrar”, como diría Vives, no sería semejante a la de un positivista al uso que inquiriese algo así como ¿cómo pueden ser verdaderos o falsos los juicios morales? cuestión pertinente al ámbito de las ciencias y a sus juicios, que pueden calificarse, al menos en un primer momento, como verdaderos y/o falsos, sino más bien, sería parecida a la que se hacía Muguerza en La razón sin esperanza “(8)¿bajo qué condiciones es posible la preferencia racional entre diversos códigos morales?”. O, dicho de otro modo: ¿cómo pueden ser adecuados o no, pertinentes o no, justificables o no, probables o no, los juicios morales? Porque, de hecho, la posibilidad de elegir entre códigos morales alternativos es análoga a la posibilidad de elegir entre “modos de obrar alternativos” pertenezcan éstos a un código moral alternativo o bien sean alternativos o elegibles dentro de un mismo código moral.

La respuesta a esta pregunta, o preguntas, acerca del lugar que ocupa la racionalidad en la ética, en la moral, o en disciplinas afines como el derecho o la política, y sobre cual sería este lugar, si ésta racionalidad pudiera ayudarnos a deliberar y ejecutar la mejor opción, o ya en un momento pasado, a juzgar o argumentar sobre una acción ya realizada, puede sin embargo resultar una respuesta decepcionante para algunos. Como señala Carlos Gómez (9) la modernidad nos ha traído un cambio de no poca intensidad y trascendencia en el plano de la moral y de la ética. Al menos en nuestro mundo occidental, la llegada de esta modernidad (en la que en varios sentidos todavía seguimos inmersos) nos ha procurado una autonomía del pensamiento ético y moral respecto de pasadas y preeminentes concepciones teológicas de los mismos; autonomía a la que, desde luego, como dice este autor, la ética (los filósofos) no quiere renunciar. Realmente, esta autonomía no es sino una vuelta, a mi modo de ver, a tiempos más felices para el debate ético como lo fueron los tiempos del mundo clásico en general (Grecia y Roma quiero decir).

En las épocas en que una fuerte concepción teológica del poder y del pensamiento colmaban todas las áreas de la vida humana, no había demasiado problema, en cierto sentido, para dirimir dudas morales o tomar decisiones éticas: si había algún conflicto uno bien podía echar mano de los textos sagrados o de la autoridad religiosa pertinente y ponerse en sus manos. No obstante, incluso en estos contextos, y en ciertos niveles intelectuales, existían vivos debates morales que no despreciaban ni el uso de la Racionalidad ni la autoridad de los textos sagrados. Pero esta no es la cuestión que nos interesa aquí. Aunque en una sociedad teocéntrica existan argumentaciones racionales, e interés por la moral y la ética, su encorsetamiento en una ideología sojuzgante y tan fuertemente dependiente de ese contexto, la incapacitaban para actuar con una libertad real en estos asuntos.

Es quizás debido a esta dependencia de lo ideológico por lo que siempre reviste enorme interés el pensamiento desarrollado previamente en los mundos griego y romano. En momentos históricos como éstos, en los que lo que podríamos llamar la “libertad de especular” era un hecho; en que los viejos dioses olímpicos formaban parte más de la cultura popular que de la filosófica; es entonces cuando surgen en occidente las genuinas discusiones ético-morales que no se retomarán con similar libertad de miras hasta prácticamente el siglo XIX. A ninguna persona medianamente interesada por la moral o la ética se le escapa que uno de aquellos primeros filósofos que más hizo por indagar y reflexionar sobre estas disciplinas fue el de Estagira, esto es, el gran Aristóteles.

Ya señalamos unas pocas líneas más arriba, que la respuesta sobre el papel de la razón en la ética tal y como se plantea por algún filósofo contemporáneo (10) puede resultar decepcionante para algunos. Aunque bien es verdad que estudiar la racionalidad sin tener frente a nosotros el horizonte de las creencias religiosas puede llevarnos a una mera tarea descriptiva de la misma y carente de fundamentos últimos. Pero no fue, desde luego, este el caso de Aristóteles. Aristóteles no sólo estudió (y “descubrió” en realidad) la argumentación científica en los Analíticos Segundos, sino que, también dedicó los Tópicos y la Retórica a estudiar las argumentaciones dialécticas (debates entre dos sujetos) al igual que las argumentaciones retóricas (exposición de una o varias tesis de manera monológica); y por si esto no fuera poco, todavía se ocupó de la ética, y de su peculiar racionalidad (que va a ser definida como “prudencia”), en sus varios tratados sobre ésta disciplina (en la Ética Nicomáquea en los libros tercero y sexto); e incluso se atrevió a darle un contenido –una fundamentación última- absolutamente desligada de sentido religioso alguno, que radicaba en la “felicidad” del ser humano. Esa eudaimonia que tal y como señalan las bellas palabras del filósofo y helenista español Emilio Lledó “... parece implicar un estado de paz, de serenidad interior”(11) .
Así pues, Aristóteles, como decimos, estudió, especialmente en sus años de juventud, tanto las argumentaciones dialécticas como las retóricas. Ambos tipos de argumentación guardan una relación muy estrecha debido a que en ambos casos de lo que se trata es de ser racionales (incluso lógicos) en contextos prácticos y no en contextos teóricos. Es decir, la racionalidad de nuestro discurso o de nuestras discusiones (ratio practica), resulta perfectamente separable de la racionalidad más puramente “demostrativa” de las ciencias (ratio speculativa) bien sean empíricas o teóricas. Así, el modelo básico de contexto de las argumentaciones retóricas y dialécticas, es el contexto forense; el contexto del derecho y su aplicación en una sociedad; sin que este contexto, aún siendo un contexto reducido de las cuestiones éticas (la ética engloba siempre al Derecho, o bien a éste se le puede considerar como un subconjunto de ésta (12)) deba ser menospreciado por aquellos que se dedican a hacer ciencia y a trabajar con argumentaciones explicativas y demostrativas. Es interesante recordar como empieza el texto de la Retórica de Aristóteles:

“La retórica es correlativa de la dialéctica, pues ambas tratan de cosas que en cierto modo son de conocimiento común a todos y no corresponden a ninguna ciencia determinada. Por eso todos en cierto modo participan de una y otra, ya que todos hasta cierto punto intentan inventar o resistir una razón y defenderse y acusar. Y la gente, unos lo hacen al descuido y otros mediante la costumbre que resulta de hábito ”(13).

En este comienzo Aristóteles lo primero que señala es la estrecha relación o paralelismo (son correlativas dice) entre la dialéctica de la cual ya trató en los libros de los Tópicos y el arte retórica que es la que va a pasar a estudiar. Se apresura Aristóteles a indicarnos que los asuntos que se tratan atañen al común de los hombres y además “no corresponden a ninguna ciencia determinada” quizá porque pertenecen a todos los ámbitos humanos sean o no científicos, con lo cual nos hallaríamos muy cercanos a la ética; tan cercanos, que en realidad nos encontramos en sus dominios naturales. Muy pronto, el propio Aristóteles nos lo va a explicar con la claridad que le caracteriza:

“Como los medios de persuasión se dan por lo persuadible, es claro que sabe manejarlos el que puede razonar lógicamente, que puede contemplar los caracteres y las virtudes, y en tercer lugar el que puede contemplar lo referente a las pasiones, qué son cada una y de qué manera, de qué resultan y cómo; de manera que sucede que la retórica es como paralela de la dialéctica y del tratado de los caracteres o ética, la cual puede bien llamarse política. Por eso se encubre con la figura de la política la retórica y los que pretenden estudiar ésta, en parte por ineducación, en parte por ostentación, en parte por otras causas humanas; pero es una parte de la dialéctica y su semejante, como decíamos al comienzo; pues ninguna de las dos es ciencia de cómo es nada definido, sino como meras facultades de suministrar razones ”(14).

Luego, para Aristoteles, no cabe ninguna duda; la retórica no sólo es paralela de la dialéctica sino también de la ética y de la política, que incluso son intercambiables. Además, a diferencia de las matemáticas o de la física, no se trata de algo que haya que definir o explicar de modo causal; si no que nos las tenemos que ver con disciplinas o facultades –la ética y la política- cuya racionalidad radica en exponer, suministrar “razones”.


Es retomando este enfoque aristotélico como Toulmin, nuestro invitado de honor en este trabajo, nos va a proponer una revisión de la argumentación y los razonamientos éticos, basada claramente en las ideas del ilustre peripatético. Así, en The Uses of Argument (Cambridge, 1964), Toulmin propondrá un modelo de argumentación inspirado en el mundo jurídico, el cual, va a llevarle a afirmar que la lógica es, ni más ni menos, que “jurisprudencia generalizada” (pág 7). Se trata, en definitiva, de recuperar para las tan menospreciadas artes retóricas el lugar preeminente que les corresponde dentro de disciplinas, de suyo retórico-dialécticas, como son la ética o la política. En otros libros, aunque ya indiqué antes que posiblemente éste sea el tema central de toda la obra de Toulmin, éste autor denuncia enérgicamente la suplantación o mejor, el acaparamiento de la ratio speculativa de ámbitos de suyo retóricos o de la ratio practica (15) . Así sucede, por ejemplo, en La Comprensión Humana (Ed. Alianza 1977) o en Cosmópolis (Ed. Península 1991), libros en los cuales se hace un repaso a la modernidad, a la cual se identifica con una racionalidad de corte matemático, inspirada en el modelo axiomático de Euclides y heredada por Descartes, Galileo y Newton, y cuyo mayor interés habría estado en dotar a la cultura occidental, si no mundial, de una base sólida “racional” cuyos cimientos se hallarían en verdades indubitables, atemporales y eternas. Para Toulmin, esos cimientos, y por lo tanto, esa forma de racionalidad, perdería gran parte de su atractivo, se derrumbarían, como digo, a principios del siglo XX con la aparición de la teoría de la relatividad y de la mecánica cuántica, que nos habrían devuelto, a un estado de cosas, en que un cierto (y sano) relativismo sería la característica más sobresaliente del mundo actual. Toulmin, aprovecha para declarar no solamente el fracaso del punto de vista racional característico de la modernidad, sino para recuperar el terreno perdido para una concepción de lo racional más cercana a la vida humana, a asuntos claramente prácticos frente a otros más teóricos, una concepción de la racionalidad que pondría el acento en un mundo relativo y temporal y siempre mudable.

Como vamos comprobando, y si las apreciaciones filosóficas e históricas de Toulmin son aceptadas, el regreso o cuando menos, la recuperación de una racionalidad más cercana a lo cotidiano, a lo práctico y lo ético, podría ser el tono acorde con nuestros tiempos actuales en que hemos aceptado la relatividad y el cambio como principios motores de la realidad frente a pasados principios de absolutismo e inmutabilidad históricas. Un modelo de razón que arranca, como hemos visto, en el mundo griego; un modelo que gozará de buena salud en la Edad Media –pese a la fama de oscuridad que en tantas ocasiones se ha predicado de ella-, que, seguirá siendo estudiada con interés durante el Renacimiento en sus formas retórica y dialéctica, y que, desde el siglo XVII (tras las guerras de religión europeas) hasta el cercano siglo XX fue cayendo en el más injusto de los desprestigios e incluso en el más imperdonable de los olvidos por parte tanto de la filosofía oficial como de la más herética. Entendiendo por “filosofía” no solamente la obra que nos han legado los autores que conocemos comúnmente como filósofos, como los Spinoza o Kant, o Nietzsche, o Freud; sino también la filosofía, metafísica u ontología, o como quiera llamársele, que sustentaban las concepciones de la realidad que filósofos (que es como en gran medida deberían ser llamados pues era así como se autodenominaban ellos mismos) como Descartes, Newton o Frege o Carnap, proponían como modelo explicativo y científico.

Ya vimos que para Vives, un humanista ejemplar, no había ninguna duda acerca de la existencia de dos formas de razonar según que nos ocupáramos de unos asuntos o de otros. El fin de la ratio speculativa la “razón teórica” era la búsqueda de la verdad; el fin de la ratio practica “la razón práctica” era la búsqueda del bien. Esto no le planteaba ninguna duda, porque, como hombre de su tiempo que era, había sido educado en las artes retóricas y dialécticas; es más, el propio Vives escribió una “arte retórica” que demuestra el sincero interés que por la materia sentía. No obstante, en ese punto podría surgir una duda. Muy bien, la ratio speculativa es el tipo de racionalidad que empleamos para hacer ciencia y el objetivo es encontrar causas y hechos verdaderos, pero entonces, ¿la ratio practica es el tipo de racionalidad que empleamos para hacer ética o política y su objetivo es encontrar también causas y hechos verdaderos en este contexto?. La respuesta es que ésta racionalidad de la cual está impregnada toda ética o política o toda acción humana en general no pretende, o, mejor dicho, no podría nunca buscar verdad alguna en causas o hechos morales. Para empezar, la explicación, si es que podemos emplear este término, de una conducta o hecho moral, nunca puede ser causal. A lo sumo lo que podemos es dar “buenas” o “malas razones” (16), pertinentes o inadecuados argumentos, que expliquen la misma. Y esto es así porque la racionalidad de la ciencia basa gran parte de su potencial –si no todo- en las inducciones y deducciones sobre hechos a los que se consideran como ciertos o verdad; es decir, lo que para Aristóteles y Platón era la aletheia o verdad frente a lo que para Aristóteles (y otros) eran los “hechos” que conciernen a la ética y a la política, y que también se argumentan racionalmente, aunque en esta ocasión sobre otro tipo de certeza algo distinta -pero en modo alguno inferior a la anterior- como es lo eikos, o sea, lo que es verosímil o probable: “To de eikos ou to aei alla to ws epi to pollu”(17) . Podemos, incluso acudir al libro de los Tópicos -una de las obras más antiguas dentro del corpus aristotélico, dedicada, como dijimos, a las artes dialécticas- en donde el estagirita explica con la claridad que le es propia la diferencia entre ambos tipos de certeza:

“... son verdaderas y primordiales las cosas que tienen credibilidad, no por otras, sino por sí mismas (en efecto, en los principios cognoscitivos no hay que inquirir el por qué, sino que cada principio ha de ser digno de crédito en sí mismo); en cambio, son cosas plausibles las que parecen bien a todos, o a la mayoría, o a los sabios, y, entre estos últimos, a todos, o a la mayoría, o a los más reconocidos y reputados”(18).

Me gustaría resaltar la idea aristotélica expresada en esta cita, de que las “verdades” plausibles o “verdades” más verosímiles, han de pasar por la aceptación general de los implicados o en su lugar por la aceptación mayoritaria, porque, en caso contrario, si fuese una minoría la que pretendiese instaurar un criterio de verosimilitud indigno de ser asumido por una mayoría, no tendríamos unos “principios generales” de lo que es plausible, a los cuales acudir para comprobar la corrección de ningún razonamiento de tipo, retórico, dialéctico, o bien moral que se halla llevado a cabo, pues, tomados estos tres razonamientos en un sentido amplio, como hemos venido haciendo, no dejan de aparecer como equivalentes e indistintos.

Aristóteles, a pesar de que trató y describió los diferentes tipos de razonamiento válidos, tanto en el ámbito de la demostración científica, como en el de la lógica pura, o de la dialéctica y la retórica, nunca dejó de reconocer que todos ellos, incluso los razonamientos dialécticos o retóricos, formaban parte de una especie de familia común; la familia de la racionalidad. De hecho, todos fueron llamados silogismos por él, independientemente de que pertenecieran a una categoría u otra, y eso a pesar de que a los silogismos o razonamientos retóricos les pusiera un nombre específico como es el de entimemas (19). Como ya se ha señalado numerosas veces, esta denominación especial distingue este tipo de silogismo de los otros, por la falta de una de las premisas (puede ser tanto la mayor como la menor) que generalmente se da por sobreentendida. Aunque también se distingue por otras razones que más adelante trataremos en el apartado de este trabajo que dedicaremos a la racionalidad de la ética. Mas, bástenos saber por ahora, que, aunque ostente un nombre específico, no por ello se trata de un razonamiento falso o aparente (o paralogismo según la terminología aristotélica) u otra cosa semejante.

En fin, que lo que trato de poner de relieve con esta revisión de las ideas aristotélicas acerca de la racionalidad -sobre las cuales, como dije antes, está basada la propuesta de Toulmin de recuperar terreno para lo que él llama en su último libro Regreso a la razón la “racionabilidad” frente al paradigma de la “racionalidad” preeminente que hemos heredado de la modernidad o de la Ilustración europeas- es que, no nos encontramos tanto frente a un dilema en el que haya que elegir entre modelos de “racionalidad” alternativos o excluyentes si no, más bien, que nos hallamos en una situación de aceptar la potencia e incluso la dignidad de un tipo de racionalidad o de razonamientos que históricamente han sufrido un notorio desprestigio. El problema no es, por tanto, un problema de contraposición entre retórica y lógica, por ejemplo, porque tanto en una como en otra inclusive existen razonamientos válidos, correctos y además son similares en la forma (son correlativos podríamos decir parafraseando a Aristóteles); el problema es el de la preeminencia o intento de ajustar la vida humana en general a unos axiomas indubitables y siempre ciertos, cuando lo sensato, lo de sentido común, sería que ese ajuste fuese sobre unos axiomas dubitables y de una certeza caduca y polémica en el sentido de criticable o revisable. Los “axiomas” o verdades sociales y los axiomas o verdades científicas son necesarias para garantizar una cierta estabilidad y equilibrio dentro de las comunidades humanas, sean éstas las que sean. Aunque no por ello han de perder su característica esencial de caducidad o temporalidad si encontramos otros axiomas u otras verdades más útiles o valiosas. Por eso es interesante recuperar el punto de vista retórico o dialéctico; porque ambos puntos de vista están tienen su base en lo probable, lo verosímil, lo plausible, como hemos venido señalando hasta aquí. Y por eso no es interesante dejarnos seducir en demasía por las verdades absolutas y eternas, por cuanto, a menudo, limitan en muchos sentidos, nuestra infatigable búsqueda de la felicidad humana. Teniendo en cuenta, además, como decimos, que los razonamientos, los silogismos, la forma lógica de nuestros pensamientos, tanto en un caso, cuando hacemos uso de la ratio speculativa, como en otro, cuando hacemos uso de la ratio practica, son similares.

Al hilo de esto, un filósofo tan atípicamente alemán como Ernst Tugendhat, sin embargo, ha caracterizado a la fundamentación (o motivación o enunciación de razones que expliquen una conducta) racional, frente a la fundamentación a través de “verdades superiores” no empíricas, típicas de los códigos morales religiosos, como una fundamentación débil (20). Tugendhat piensa que cuando justificamos una conducta (frente a otro u otros e incluso frente a nosotros mismos) es decir, cuando “damos razones” que explican la misma, tenemos cierta ventaja si lo hacemos desde el punto de vista de un código moral fijado de modo cerrado y absoluto. Aunque podría pensarse en muchos tipos de códigos deontológicos y en muy distintos contextos el ejemplo elegido es el de la moral teológica como digo. Y piensa que tenemos esa ventaja porque esas razones remiten al final a unas “verdades superiores” que funcionan como axiomas euclidianos y nos garantizan que no habremos de fundamentarlos a su vez pues sirven de verdades referenciales que han de ser creídas, y, en principio, no cuestionadas. El paralelismo con el modelo axiomático de presentación de una ciencia es evidente, a mi entender. Por otra parte, las justificaciones que toman como base la “racionalidad” son descritas como débiles porque como mucho podemos remitir a una especie de “verdad última” de carácter plenamente formal como es la de que obramos de un tal modo porque hacerlo así era la mejor manera conseguir que la acción o el acto realizado fuera “igualmente bueno para todos”.

Por mi parte pienso que no es muy afortunada la elección que Tugendhat ha hecho de estos ejemplos, porque sospecho que la racionalidad también funciona dentro de códigos morales absolutistas o axiomáticos (o religiosos) y no basta con el mero aprendizaje y repetición de los principios fundamentales o verdades absolutas. Además, no estoy seguro de que tal tipo de argumentación, por carecer de “verdades de fe” tal y como se proponen, sea una argumentación débil o estrecha. Si los silogismos son similares, como dijimos, tanto en argumentaciones científicas como retóricas o dialécticas, y las “verdades” de éstas últimas son, tal y como señaló Aristóteles “las que parecen bien a todos, o a la mayoría” entonces la supuesta debilidad no parece que sea tanta. Bien es cierto que Tugendhat reconoce finalmente que a pesar de su propuesta -porque en definitiva es con la que el autor simpatiza más- de una moral mínima, basada en premisas débiles, ello no implica (¡menos mal!) una moral débil en sus consecuencias. Esto es así, razona Tugendhat, porque es universal y esto le otorga las garantías suficientes para poder ser fuerte (21). Semejante paradoja, de que una racionalidad débil fundamente una moral fuerte (y además universal) por tanto, no deja de parecerme algo extraño. No deja de parecerme una nueva subestimación de la racionalidad o del poder de la argumentación retórica o dialéctica. Pero, es que, además, incluso en el caso en que fuese cierto que la racionalidad aplicada a un código moral concreto, fuese una racionalidad “débil” o de segunda clase, comparada con la racionalidad aplicada a una teoría científica, por ejemplo, eso no impediría que siguiese siendo una racionalidad, con toda la potencia y la fuerza que supone el aplicar razonamientos sea en el ámbito que sea para maximizar nuestra eficacia, que, en el caso de la Ética supone, en último término, e, inequívocamente, una maximización u optimización de nuestra felicidad tanto individual como colectiva.

Quizá sería bueno recordar ahora la figura del filósofo de la ciencia P. K. Feyerabend cuando se ocupaba del tema de la racionalidad científica y, curiosamente, denunciaba sus debilidades y sus limitaciones. Feyerabend, en varias ocasiones, defendió una concepción de la ciencia más humanizada -menos formal- y que tuviera en cuenta no solo cuestiones de objetividad y verdad, qué están muy bien, pero que podrían terminar por volver a la ciencia una actividad, paradójicamente, inhumana:

“No es acaso posible que la ciencia, tal y como la conocemos hoy (la ciencia del racionalismo crítico que ha sido liberada de todos los elementos inductivos), o una “búsqueda de la verdad” al estilo de la filosofía tradicional cree, en realidad, un monstruo? ¿No es acaso posible que cause daño al hombre, que haga de él un mecanismo miserable, hostil, convencido de que es mejor que los otros, un mecanismo sin encanto y sin humor?”.(22)


De esta manera, Feyerabend, pone en duda la supuesta tarea salvadora y benéfica que pueda emprender la ciencia para la humanidad en su conjunto. Como él dice, además, “las cuestiones de gusto no están completamente fuera del alcance de la argumentación” (23) y “la idea de que la ciencia puede y debe regirse según unas reglas fijas y de que su racionalidad consiste en un acuerdo con tales reglas no es realista y está viciada”(24). Es decir, no es realista porque simplifica en exceso la empresa humana que llamamos ciencia; está viciada puesto que si funcionase de tal modo sería la mejor manera de limitarnos tanto intelectual como moralmente. Lo que nos lleva al siguiente incómodo y insidioso interrogante: si ni siquiera la racionalidad por excelencia, la racionalidad científica, la racionalidad que empleamos como método para la “búsqueda de la verdad” resulta un método perfecto, si no perfectible, y no nos conduce hacia la felicidad, y por el contrario, nos convierte en “mecanismos sin encanto y sin humor”, entonces, ¿por qué despreciar las cuestiones de sentimientos, de gusto, de historicidad, relacionadas con ella y que forman, casualmente, parte importantísima de la argumentación retórica o moral o práctica?. Partiendo de la base de que los errores son tan importantes como los aciertos, de que son tanto racionales como históricos, entonces, debemos aceptar que tan necesario como un método válido y coherente, consecuente y eficaz formalmente, es un método práctico, basado en la experiencia y sus aplicaciones que nos socorra en la no poco enjundiosa tarea de tomar decisiones, o justificar las ya tomadas, de modo singular o colectivo. Y aquí es donde, de nuevo, surge como racionalidad específica y generosamente útil, nuestra experiencia y sabiduría práctica, nuestra prudencia.

Javier Muguerza, entre nosotros, y con la agudeza que le es propia, se expresó ya en esta línea que pretendo seguir, y de forma totalmente inequívoca a mi modo de ver, en su ya también clásico libro Desde la Perplejidad: “Las leyes de la lógica formal acaso puedan ser intemporales, pero la ciencia, repitámoslo, es histórica; y de ahí que su metodología no se reduzca sin más a lógica de la ciencia.”(25) Es decir, para Muguerza, un ensanchamiento, una ampliación de la metodología de la ciencia hacia la interdisciplinaridad o bien hacia la consideración de un hecho desde diferentes perspectivas, sociales, económicas, físicas, o históricas, no haría sino enriquecer la propia noción de racionalidad científica. Así, pues, ni la ciencia es perfecta, ni sus métodos son atemporales e infalibles. La ratio speculativa vivesiana, con todo lo que pueda tener de honrosa, de útil y eficaz, no parece, poder resolver de manera matemática todos los problemas a que se enfrentan los hombres, ni siquiera dentro de su campo de acción propio. Si la racionalidad en general se caracteriza más por la capacidad de ella misma de adaptarse a circunstancias cambiantes, a innovar, tal y como nos recuerda Muguerza que describió Toulmin en su libro La comprensión humana (26) entonces, vano intento será forzar a toda ciencia a sujetarse a un único patrón metodológico. Las circunstancias para la ciencia y su patrón racional, son tan cambiantes como para la propia vida humana, tanto de modo sincrónico como diacrónico. De hecho, como bien indica Muguerza:

“[...]la trayectoria del pensamiento humano no discurre exactamente a la manera de un camino triunfal y sin retorno que, partiendo de cero, hubiese conducido desde el mito a la razón. No ocurre así, para empezar, por lo que se refiere al punto de partida de aquella trayectoria, pues [...] la filosofía, y con ella la ciencia todavía indiscernible de la filosofía, no partió de cero ni tuvo un comienzo absoluto, por lo que sus raíces hay que buscarlas en el mito. Y tampoco ocurre así por lo que se refiere al punto de llegada de dicha trayectoria hasta el momento, como creen quienes piensan que la razón ha conseguido liberarnos finalmente de toda ideología y de toda metafísica, esto es, de toda mitología” . (27)

Puesto que, la creencia en un concepto de racionalidad fuerte, vinculado a la actividad científica o teórica y posible modelo para ser aplicado a cualquier otro ámbito, no deja de ser una burda caricaturización de unos procesos realmente complejos; de unos desarrollos históricos contingentes y concretos, e interconectados entre sí, que, lejos quedan de haber sido la panacea que todo lo sanó y lo sanará; y que un tal día, buenamente se descubrió por quien quiera que decidamos proponer como santo patrono descubridor (Aristóteles, o Euclides, o Newton, o Einstein etc).

En realidad, la propia idea de racionalidad, según se desprende del intento de definición que hicimos al principio de este apartado, queda lejos de ser de uso exclusivo de las actividades científicas o teórico-especulativas, así como, tampoco por el mero hecho de que utilicemos argumentaciones racionales -por muy científicas que sean- esto no nos garantiza la verdad de lo que estamos argumentando. Una inferencia tan clásica como la siguiente (28) :

Si el sol se mueve, entonces la tierra es el centro del sistema planetario
El sol se mueve
------------------------------------------------------------------------------------
 La tierra es el centro del sistema planetario


Es perfectamente válida y racional desde un punto de vista de la corrección lógica; ahora bien, fuera de su validez formal, sucede que fue verdadera durante un extenso período de tiempo, dentro del cual esas premisas eran tenidas por verdaderas tanto por el común de los hombres como por las voces más autorizadas tanto eclesiásticas como científicas. Sin embargo, a partir de la asunción del mundo moderno hasta nuestros días de la astronomía copernicana, resulta falsa su conclusión porque consideramos falsas las premisas, pero no porque la inferencia no siga siendo correcta. El
Modo ponendo ponens goza de excelente salud en nuestro mundo de hoy, y si no, que se lo pregunten a cualquier ingeniero informático. Y ya que hemos mencionado la astronomía copernicana no estaría de más recordar algo que ya detectó el filósofo anteriormente citado Paul Feyerabend. Como bien señala el filósofo austríaco, Galileo, uno de los grandes defensores (hasta donde pudo claro) del copernicanismo; que al mismo tiempo era uno de los grandes partidarios del método científico de origen arquimediano y euclidiano, es decir, admirador del método axiomático y de la “lectura matemática del libro de la naturaleza”; pues bien, éste, como se puede comprobar si nos acercamos a la lectura de sus famosos diálogos y demás escritos, cuando tiene que convencer a la sociedad de su época, argumenta, basándose en las pocas pruebas realmente concluyentes de las que disponía y sobre todo, echando mano de la propaganda (29), del pathos del discurso, y, de lo que en buena parte es más de lo mismo: de la argumentación retórica. Con lo cual, nos damos cuenta de que los esquemas argumentativos de la retórica (el entimema o el ejemplo) no parecen representar una especie de subclase de argumentación, “inferior” a la argumentación matemática, cuando, los propios científicos los emplean tranquilamente. Y esto es así por cuanto la propia ciencia, la mismísima razón teórica no puede evitar tener que mezclar los argumentos basados el experiencias múltiples veces comprobadas y por lo tanto verdaderas, como argumentos mucho menos comprobados e incluso imaginarios en un primer momento, que en principio solo podemos tildar de verosímiles y no de verdaderos. No hay más que recordar las diferentes teorías que se vienen manejando en nuestros tiempos en cuanto a cosmología y cosmogonía se refiere, cuyo porcentaje de pura especulación y el de hechos comprobados, deben andar a la par. Por eso no se entiende, o por lo menos, yo no entiendo, a que se ha debido el secular desprecio por las artes clásicas como la retórica o la dialéctica y similares, y si no se tratará, una vez más, de una muestra de nuestra natural necedad humana.

Decía el siempre elegante historiador romano Tácito que si todos nuestros proyectos y actuaciones deben de estar dirigidos a la utilidad de la vida humana “¿qué hay más seguro que ejercitar ese arte con cuyas armas, siempre dispuestas, proporcionas protección a los amigos, ayuda a terceros, salvación a los que peligran e, incluso, miedo y terror a los envidiosos y enemigos, y, por tu parte, estás siempre seguro y como protegido por un poder y autoridad permanentes?”(30). Por supuesto que ese arte era el arte retórica, estudiada y practicada con fervor, como es bien sabido, por el pueblo romano, quienes la habían heredado de los griegos. En esta cita, además, Tácito pone el énfasis en el carácter benéfico y, digámoslo sin tapujos, ético, de toda retórica cabalmente usada. Como buen instrumento o artefacto humano, como es un cuchillo, igual sirve para mondar una pera que para atravesarle el corazón al primero que pase por la calle. Entendida al modo taciteano, la retórica no deja de ser un arte noble y glorioso, útil para disfrutar de una vida buena.

Desgraciadamente, que yo sepa, ya desde la antigüedad, el estudio de estas artes de argumentación se centró más en los aspectos formales -en el sentido de ornamentales- o en los aspectos patéticos que fortalecen la argumentación y ayudan a que la misma sea aceptada por nuestro auditorio, sea éste el que sea (una sola persona o un colectivo etc...). Quedando, digamos “en suspenso” un estudio de estos modos de argumentación desde un punto de vista de su “racionalidad” o no, tal y como fue emprendido por Aristóteles en sus libros de la Retórica y de los Tópicos (31). No queremos con esto decir que los aspectos emotivos o “pasionales” no tengan ningún interés para el estudio de la Ética, ni mucho menos para la racionalidad inherente a la misma, sino, más bien, que parte del desprestigio de las artes argumentativas y de los discursos quizá se deba en gran parte al exceso de hincapié en estos aspectos, y a un cierto olvido de la razón o racionalidad dentro de estas artes. Y es que, la ilustre y venerable ratio practica, la razón que “trasciende a la voluntad” tal y como dijo Vives, pasó a ocupar, a mi modo de ver ya desde tiempos tan rigurosamente clásicos como fueron los tiempos en que el mundo occidental fue liderado tanto intelectualmente como económica y políticamente por Grecia y Roma, un papel secundario frente a la ratio speculativa que “termina en sí misma” la cual, ya desde entonces hasta hoy, a acaparado el interés de muchas y variadas disciplinas, y de muchos y variados científicos y filósofos.


[1] Realmente en todos sus libros se defiende similar postura.
[2] A favor de la razón Ed. Taurus 1981.
[3] Razones y causas artículo incluido en el texto La Explicación en las Ciencias de la Conducta Ed. Alianza Editorial 1977 (V.V.A.A.)
[4] Racionalidad y Realismo Ed. Alianza 1985. Pág. 14. Mario Bunge enumera y define 7 tipos, a saber: conceptual, lógica, metodológica, gnoseológica, ontológica, evaluativa y práctica.
[5] Bueno el pionero fue, como siempre, Aristóteles; pero el primero en fijar esta terminología fue Vives.
[6] Juan Luis Vives Tratado del Alma Ed. Espasa Calpe, varias ediciones. (1538).
[7] Mario Bunge op. cit, pág 17, pretende que la ratio practica presupone la existencia de la ratio speculativa; opino, sin embargo, que hay que echarle bastante imaginación al asunto para considerar, por ejemplo, a la estrategia metodológica de “minimizar la borrosidad” de los conceptos, como un tipo de racionalidad por sí mismo, teniendo en cuenta que existe una “lógica borrosa” actualmente en pleno desarrollo (que se aplica en sistemas expertos informáticos) y cuyos “razonamientos” o silogismos resultan perfectamente válidos y eficaces pese a establecerse con premisas basadas en conjuntos borrosos, que precisamente son los desechados o menospreciados por Bunge.
[8] La razón sin esperanza Ed. Taurus 1977. Ver página 84.
[9] Freud, Crítico de la Ilustración Ed. Crítica 1998. Página 201.
[10] Stephen Toulmin sin ir más lejos; aunque junto a él podríamos añadir a no pocos filósofos de la tradición analítica. Famosísimo es el adagio de Wittgenstein –maestro de Toulmin por cierto- que se ha convertido ya en un lugar común y que refleja bastante bien esto que digo, y que dice: “De lo que no se puede hablar, hay que callar”. Y en la Conferencia sobre Ética (en Doce textos fundamentales de la Ética del siglo XX Carlos Gómez Ed. Alianza 2002) este autor finaliza con una afirmación tan tajante como decepcionante: “Lo que dice la ética no añade nada, en ningún sentido, a nuestro conocimiento”.
[11] Emilio Lledó Memoria de la Ética Ed. Taurus 1994. Véase la página 202.
[12] Por ejemplo, la mentira es una conducta moralmente reprobada en muchas sociedades sin llegar a constituir, por sí misma un delito tipificado en ellas.
[13] Aristóteles Retórica Ed. Centro de Estudios Constitucionales 1991.
[14] Aristóteles, op.cit, pág. 5.
[15] Bueno, ciertamente que Toulmin jamás emplea esta terminología, por cuanto parece conceder muy poca importancia -o quizás sólo sea desconocimiento- a la tradición filosófica hispana.
[16] La filosofía ética con la cual se suele identificar a Toulmin es la denominda “good reason approach” por cierto.
[17] “ Lo verosímil no es lo que es siempre, sino lo que es por lo general”. Aristóteles, op. cit, pág. 163.
[18] Aristóteles Tratados de Lógica (Órganon) Ed. Gredos 1988. (página 90).
[19] “...el entimema es un silogismo...” Aristóteles Retorica op. cit, pág. 12.
[20] E. Tugendhat Problemas de la ética Ed. Crítica 1988. pág. 107 y siguientes.
[21] Tugendhat op. cit, pág. 145.
[22] P. Feyerabend Contra el Método Ed. Ariel 1989. Pág. 98.
[23] Op. cit, pág. 120.
[24] Op. cit. Pág. 122.
[25] Desde la perplejidad Ed. FCE. 1996.. pág. 229. La cita forma parte del capítulo del libro referido que se intitula A vueltas con la razón; texto en el cual se trata la problemática de la racionalidad y de las racionalidades en un sentido amplio; aunque el tema se halla presente en toda la obra.
[26] S. Toulmin La comprensión humana. Ed. Alianza 1977.
[27] Op. cit, pág 222 y 223.
[28] Se trata de un Modus ponendo ponens.
[29] Feyerabend. Op. cit, pág. 65 y siguientes.
[30] Tácito. Diálogo sobre los oradores. Ed. Gredos. 1981. Pág. 171.
[31] Así, en Cicerón, apenas si encontramos alguna referencia de pasada al entimema en su libro El Orador; y por ejemplo, un autor como Dionisio de Halicarnaso, se centra -en la época helenística- en aspectos como la imitación de modelos clásicos, o bien de composición del discurso: ritmo, variación, etc... (Tres ensayos de crítica literaria). Existen traducciones de ambos autores y libros en la Editorial Alianza. Sí se ocupa, sin embargo, Quintiliano de la argumentación retórica en su Institutio Oratoria pero este tratado constituye más una reelaboración de la retórica precedente de origen aristotélico que una obra plenamente original.

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