domingo, 30 de diciembre de 2007

3.- De la racionalidad y de la ética

Va a ser en esta parte del presente trabajo donde más de cerca sigamos al autor inglés Stephen Toulmin y sus escritos relacionados con el tema que nos ocupa. Básicamente nos centraremos en El Puesto de la Razón en la Ética, libro ya citado anteriormente y que constituyó la tesis doctoral del filósofo inglés, y The Uses of Argument que también hemos citado previamente. El motivo de ello es que es en estos dos libros donde más directamente trata el tema de la racionalidad en la ética. En ambos, Toulmin, hace un llamamiento dirigido a la filosofía en general, a tener en cuenta de nuevo, aspectos de validez, aspectos argumentativos, de verosimilitud y de plausibilidad –lo que Aristóteles denominaba endoxa- en nuestros discursos, en definitiva, aspectos retóricos, que en principio pueden parecer ajenos a las especulaciones filosóficas (y científicas, considerando a la ciencia como lo que en gran parte es, tanto histórica como formalmente, un subproducto de la filosofía) pero que analizados debidamente, constituyen la esencia misma del pensamiento y la acción humanos.



En el primero de los libros que acabo de mencionar, Toulmin comienza por hacer un repaso de las diferentes corrientes filosóficas acerca de la ética que en su momento fueron pujantes, aunque, eso si, dentro de la tradición anglosajona; que se dio en llamar, de un modo en gran medida aglutinante filosofía analítica. En este sentido, dos son los autores que se analizan breve, pero apasionadamente: Moore y Stevenson y sus investigaciones sobre el lenguaje ético. Seguidamente se comparan los diferentes tipos de razonamiento atendiendo a la forma, una vez más, de su expresión a través del lenguaje; y así, se ponen cuatro ejemplos traídos de campos tan distantes y distintos como son la aritmética, la ciencia, la ética y lo que él mismo autor denomina como “un ejemplo cotidiano”. Posteriormente, se entra en materia sobre la manera de razonar en terrenos éticos y se analiza las relaciones entre los aspectos éticos de una sociedad y la sociedad misma para finalizar con una caracterización de los límites de la razón, de la racionalidad, en los asuntos éticos y políticos de una comunidad humana, y cerrar el libro ¡sorpresa! con unas aproximaciones a la religión desde la ética, en que el autor pretende delimitar los campos de actuación de ambas disciplinas.



Lo que más me llama la atención de este libro, sin embargo, es que Toulmin divide el razonamiento moral en dos tipos. Por un lado tendríamos un razonamiento aplicado dentro de un código moral (o social) concreto, y por otro, un razonamiento aplicado al propio código moral. Es decir, que como miembros de una sociedad -moral- cualquiera, nosotros llevamos a cabo razonamientos morales apoyados en argumentos aceptados como válidos por la mayoría de los integrantes de tal sociedad, o bien, razonamos sobre esos mismos argumentos cuando se llega a un punto crítico en que tales argumentos (por ser históricos y temporales) se someten a revisión. Esto último es lo que sucede cuando dentro de una sociedad algunos argumentos o leyes -porque normalmente están reglamentadas y consensuadas- son criticados y cuestionados por lo que Toulmin llama “la gente corriente” junto con los “grandes hombres” que gozan de autoridad moral y política en esa misma sociedad. Sin duda ninguna que este segundo tipo de razonamiento recuerda bastante a los estadios 5 y 6 dentro del nivel postconvencional del conocido psicólogo moral americano Lawrence Kohlberg, en los que los individuos pertenecientes a una sociedad dada (en realidad sólo unos pocos agraciados por tan clara y preclara capacidad crítica según Kohlberg, elitismo, que dicho sea de paso, me parece insostenible, se mire como se mire, el nivel postconvencional no es tan “post” como parece) se ponen en situación de tomar conciencia del carácter utilitario de las leyes y de la existencia de unos principios morales universales que estarían por encima de las legislaciones locales. Así, para Toulmin, coexisten dos tipos de razonamientos, que en realidad, a mi modo de ver, es uno sólo aplicado a cosas distintas; en uno tenemos una serie de lugares a los que acudir para saber si algo está bien o está mal, las leyes; en el otro, esos lugares pertenecen a la pura especulación filosófica y se podrían denominar como principios éticos abstractos.



Desde luego, que en ambos tipos de razonamiento moral carecemos de “verdades” claras y distintas, dicho sea en lenguaje cartesiano, y lo que tenemos es una colección de posibilidades o verosimilitudes generalmente aceptadas, sea una argumentación interna a un código dado, sea una argumentación externa a ese código o sobre sus fundamentos o los de toda moral. El resultado, por tanto, de un enjuiciamiento realizado en cualquiera de estos dos “modos” morales arrojará siempre soluciones de carácter posible, verosímil o razonable –y en cierto sentido relativo- en lugar de soluciones de carácter verdadero o absoluto. Pero esto, como dijimos, no supone debilidad ninguna frente a los resultados de los juicios científicos.

No obstante la exposición de Toulmin de esta distinción entre dos tipos de razonamiento moral, en este libro se echa de menos una descripción exacta de cómo es, qué aspecto tiene o, a qué se parece ese razonamiento o esos razonamientos morales de los que habla. La respuesta a esta pregunta se va a responder en un libro posterior que acabamos de citar y que se titula The Uses of Argument. En este libro, el filósofo inglés, tomando como modelo el mundo jurídico y en concreto lo que dentro de este mundo se denomina jurisprudencia, va a describir ese razonamiento moral que se echaba de menos en El Puesto de la Razón en la Ética. Como decimos, Toulmin toma como modelo la jurisprudencia hasta el punto de afirmar que:

“La lógica tiene que ver con la fuerza de las afirmaciones que hacemos, con la solidez de los fundamentos invocados para apoyarlas, con la firmeza del respaldo que le damos, o, para cambiar el ejemplo, con la clase de caso que presentamos en defensa de nuestras afirmaciones. [...] Por consiguiente, olvidémonos de la psicología, la sociología, la tecnología y las matemática, ignoremos los ecos de la ingeniería estructural, y detengámonos en términos como “fundamentos” y “apoyo” y tomemos como modelo propio el de la disciplina de la jurisprudencia. La lógica (podemos decir) es jurisprudencia generalizada.”[1]

Afirmación bastante atrevida, y, como toda generalización indiscriminada, a menudo particularmente falsa, pero no es esto lo que más nos interesa, sino el hecho de que el modelo de razonamiento escogido por Toulmin, procede del mundo jurídico y no del científico, por ejemplo. En términos jurídicos se comienza enunciando una afirmación (o negación) con carácter conclusivo (claim); se traen a colación unos datos o pruebas en apoyo del enunciado (data) y una afirmación o afirmaciones de carácter garante (warrants) que explican el paso de los datos a la conclusión. Incluso estas últimas pueden ser fundamentadas a su vez por una base legal, un código o unos estatutos, por ejemplo, en lo que el autor denomina (backing) o fundamento. Asimismo, existen circunstancias contrarias (reservation) al enunciado original, que recordemos tiene carácter conclusivo, que pueden refutar la veracidad del mismo y forman por tanto una disyuntiva que podría, como digo, negar el enunciado inicial.

Así, si decimos “Harry nació en Bermuda, por tanto Harry es un ciudadano británico” estaría compuesta de la afirmación “Harry es un ciudadano británico” (claim) cuya prueba o datos serían la primera parte “Harry nació en Bermuda” (data). La afirmación garante (warrant) sería la premisa implícita o elíptica “Un hombre nacido en Bermuda será ciudadano británico” y el fundamento de la misma sería la ley británica correspondiente que indica que todo ciudadano nacido en Bermuda es generalmente ciudadano británico. Y podría, por ejemplo, refutarse la conclusión trayendo a colación la excepcionalidad de la situación de un nacido en Bermuda que haya adoptado la nacionalidad de otro país (reservation).

Este esquema es dispuesto de una manera gráfica que tiene más o menos este aspecto:










El esquema de Toulmin incluye –que no hemos señalado todavía- unos “validadores”, valga el neologismo, cualificados (qualifier) que representan y dan fuerza al argumento propuesto al principio y que se utilizan con la intención de ser más persuasivo. Y esto es así por la sencilla razón de que en el curso de una argumentación, sea monológica o dialógica, es decir, participen o no varios argumentadores, lo normal es que no todos los argumentos poseen la misma fuerza persuasiva o disuasiva. El enunciado “validador” posee la virtud de ser un lugar común y puede tener un carácter probabilístico (por ejemplo “el 90% de las personas que fallecen de cáncer de pulmón son fumadoras”) o estadístico, o sencillamente verosímil (así “el aumento de las temperaturas incrementa la venta de helados en agosto”) aunque nunca verdadero de modo categórico (“todas las personas, sin excepciones, que fallecen por cáncer de pulmón son fumadoras siempre” o bien “todas aumento de temperatura, sin excepciones, incrementa la venta de helados en agosto[2]”).

Lo más interesante de este esquema de argumentación que propone Toulmin es que supone una recuperación de elementos de la retórica clásica y que de alguna manera han estado relegados a un olvido general que incluso podríamos tildar de secular. La forma del esquema argumentativo que se nos propone, tiene, sin embargo, parecidos no solamente con esquemas retóricos o dialécticos clásicos, sino que incluso dentro de lo que podemos denominar lógica clásica -léase escolástica- posee un enorme parecido con el esquema silogístico conocido con el nombre de epiquerema.

Aquí, lo que Toulmin hace, de alguna manera, es reinventar o recuperar una forma de argumentación clásica retórico-judicial bien conocida aunque como decimos, bastante olvidada y poco prestigiada. El epiquerema es un silogismo compuesto cuyas dos premisas, o sólo una de ellas, ya vienen desarrolladas y demostradas en forma de polisilogismo. Es decir, las dos premisas, o una de ellas, repito, traen ya su prueba respectiva, de tal suerte que la conclusión final se relaciona con lo referido o sentado en la primera premisa. Se denomina a veces también a esta figura "silogismo dialéctico". Un breve esquema formal (en este caso se trata del silogismo aristotélico de tipo bárbara adaptado) permite comprenderlo con mayor facilidad:

Todos los M son P (porque así está ordenado)

Todos los S son M

Luego, todos los S son P.

El epiquerema es la forma silogística en que se argumenta en los fallos judiciales o en las resoluciones gubernamentales, por lo cual también se lo suele llamar "silogismo judicial". El siguiente texto, que bien podría haberse escuchado como argumentación en una hipotética junta de gobierno de una universidad española, puede servir de ejemplo:

“Todos los organismos estatales que imparten educación lo harán gratuitamente (pues así lo ordena el artículo x de la constitución); todas las universidades financiadas con capital público son organismos estatales que imparten educación; por tanto, todas las universidades financiadas con capital público impartirán educación gratuitamente.”

Otro ejemplo más sencillo sería el siguiente:

“Si te sabes el temario, normalmente apruebas; yo me lo sé porque he estudiado; por lo tanto, aprobaré”.

Cuya formalización en lógica de enunciados podría ser más o menos así:

S~A
E~S
-------------
\ E~A

O bien, cambiando de orden las premisas:

E~S
S~A
---------------
\ E~A

Que, curiosamente, es un razonamiento válido, puesto que se trata de lo que en lógica se conoce como Ley de transitividad del condicional [(p~q) & (q~r)] ~ [(p~r)].

Así es que, como comprobamos, el esquema silogístico de Toulmin, supone no solamente una recuperación de formas de argumentación retóricas y por lo tanto, formas de argumentación morales, sino también, y esto es lo más interesante, una actualización de un viejo esquema de lógica clásica que siempre se ha tenido por ley. Evidentemente, aquí hay una notable diferencia que supongo que cualquier lector perspicaz, especialmente versado en lógica como un filósofo o un informático o incluso un psicólogo, ya habrá notado. En el caso del ejemplo de argumentación retórica de Toulmin estamos argumentando sobre un hecho ya pasado como era el nacimiento de Harry en Bermuda y estamos tratando de razonar y averiguar si dadas unas condiciones personales como las suyas, y dada una legislación concreta de un país, este hombre puede ser considerado ciudadano inglés. Dicho de otro modo, nos encontramos ante un caso de razonamiento aplicado a el ya desde los tiempos de Aristóteles conocido como discurso judicial u oratoria judicial.[3] Su objeto, como el de toda retórica y como ya se ha señalado previamente, no es averiguar tanto la verdad de un hecho, como la verosimilitud del mismo. El resultado de nuestra indagación nos dirá si es plausible que un hecho haya sucedido o bien, como en este caso, si una situación es tal cual se cree que es. Los otros dos ejemplos de epiquerema van en el mismo sentido y resulta notable que en el caso del último, aparezcan afirmaciones que enseguida reconocemos como no verdaderas pero sí como probables. Es más, el ejemplo propuesto de epiquerema, a pesar de que hemos puesto el descubierto su forma lógica, algo nos dice que la conclusión solamente tiene visos de posible, pero no de cierta absolutamente[4]. Sin embargo, el esquema racional, esto es, el silogismo empleado, es impecable desde el punto de vista de la ciencia lógica.

Quizá sea un buen momento ahora para hablar de las conocidas lógicas no-clásicas, o como decía Alfredo Deaño, de las lógicas “excéntricas” o “extravagantes”[5]. Podríamos, así, recordar que también existen lógicas muy dignas, y por lo tanto, no por ello menos lógicas o menos racionales que las otras, las clásicas, con nombres tales como “lógica modal”, o “lógica borrosa” o “lógica deóntica” por citar solamente las que más nos van a interesar ahora. Las otras lógicas, como las citadas, las que de alguna manera suponen una alternativa a la lógica entendida como lógica de enunciados y lógica de predicados, y de las que, pese a tener en ocasiones, ilustres precedentes, se puede afirmar con cierto aplomo que surgieron en el siglo XX, como ampliación de la clásica, y, sobre todo, como intentos de solucionar problemas no del todo bien resueltos por dicha lógica, suponen, como digo tentativas de abordar cuestiones que quedaban un punto a trasmano de la tradición lógica.

Es posible que, en gran medida, las lógicas alternativas no sean más que nuevos constructos teóricos que nos ayudan a comprender mejor la racionalidad de toda nuestra compleja realidad, y que, en cierto modo, todavía no hayamos dado con una lógica general o global, compuesta de distintos enfoques metodológicos, que nos explique la racionalidad dentro de todos nuestros múltiples campos de discurso: científico, moral, judicial, estético, etc... y que las lógicas “extravagantes” sólo nos están indicando que desde luego, la racionalidad humana, no se agota con un supuesto metódico tan restrictivo, en el fondo, y por otra parte, tan infundado, como es el de que sólo existe racionalidad en cuanto tomamos como modelo la “verdad” científica o matemática. Sin embargo, esto son otras cuestiones, muy interesantes, pero que no podemos tratar en este trabajo con la profundidad que requerirían.

Desde luego, no cabe apenas duda que tan válido es un razonamiento o una regla lógica, dentro de una lógica borrosa o modal, por decir algunas, que dentro de la clásica lógica de predicados. De hecho, no hay mejor prueba de que las conclusiones derivadas de las premisas dentro de una lógica borrosa, poseen una validez aceptable cuando, de hecho, se están controlando semáforos en nuestras ciudades, con ordenadores que “razonan” con predicados y con cuantificadores borrosos. Llamar a este tipo de razonamientos “débiles” como nos sugería el filósofo alemán Tugendhat -y no sólo él, por cierto, por cuanto nos encontramos aquí con un prejuicio bastante arraigado- me sigue pareciendo fuera de lugar. Es poco menos que increíble que una “manera” de razonar (si es que se trata de eso, de una manera distinta, cosa que dudo) tan débil, sea capaz de controlar una rotonda de una ciudad haciendo deducciones sobre datos imprecisos o borrosos; como es poco menos que una frivolidad filosófica el considerar que un razonamiento judicial, llevado a cabo por un jurado o por un juez, del cual dependen incluso las vidas de los hombres, su tan preciada libertad o su felicidad, sea una forma débil de razonamiento. No dejaría de resultar una paradoja, por cierto, que cuando nos jugamos el tipo, dependamos de unos señores que razonan “débilmente” sobre nuestro destino, y que, sin embargo, para averiguar algo tan banal como la probabilidad de que una baraja se mezcle azarosamente y al volver las cartas resulte un orden numérico, necesitemos de unos razonamientos “fuertes” basados en fundamentos de arte combinatoria matemática. Y me consta, dicho sea de paso, que hay profesionales de las matemáticas, y del, digamos, “razonamiento fuerte”, que ocupan su tiempo en pergeñar explicaciones para cosas como esta que acabo de mencionar. Pero, como digo, si la borrosidad de un predicado no nos impide realizar razonamientos, ni controlar una rotonda con semáforos, tarea, que, lejos está de ser trivial, entonces, lo que debemos hacer, es replantearnos nuestras ideas sobre la racionalidad misma, y, desechar preconcepciones metafísicas o de método, sobre lo que sea la racionalidad y lo que podamos o no hacer de modo racional.

Me gustaría llamar la atención sobre la circunstancia de que, casualmente, en los ejemplos dados habitualmente de razonamiento clásico o silogismos, a pesar de que se nos presentan como válidos, continuamente se deslizan elementos de lo que llamamos lógicas “no-clásicas”.

Por ejemplo, en el epiquerema anterior que decía así: “Si te sabes el temario, normalmente apruebas; yo me lo sé porque he estudiado; por lo tanto, aprobaré” nos encontramos con que la conclusión no es sino un futurible, es decir, algo más cercano a nuestro deseo personal de aprobar que a la realización efectiva del hecho, por lo tanto, una conclusión que deberíamos formalizar con operadores modales y que debería ser, por eso mismo, formalizada dentro de la lógica modal. Es decir, la conclusión podría reescribirse como “por lo tanto, es posible que apruebe” o bien, formalmente: ◊ (E~A). Pero aún hay más; si nos fijamos, la palabra “normalmente” nos da una idea de la imprecisión del condicional del que forma parte: “si te sabes el temario, normalmente apruebas”. Esta vaguedad sólo puede estar indicando una cosa, y es que este razonamiento cae dentro de la lógica borrosa. De hecho, la palabra “normalmente” es considerada un cuantificador dentro de este tipo de lógica, y se llevan a cabo inferencias -válidas, por supuesto- que de unas premisas nos conducen a una conclusión[6]. Estas dos cosas que acabamos de indicar nos hacen pensar en que la cuestión de la racionalidad se puede enfocar de diferentes maneras, con diferentes definiciones o conceptos incluso, que operen sobre y en la misma racionalidad de un discurso; y que, dentro de un mismo discurso, nos las tenemos que ver con elementos dispares que, sin embargo, no obstaculizan nuestra capacidad de razonar o de calcular.

Unas líneas más arriba mencioné otro tipo de lógica que puede considerarse como una subclase de lógica modal y que es conocida como “lógica deóntica”. Las modalidades de las que he hablado hasta ahora son conocidas como modalidades aléticas porque realmente lo que hacen es precisar la manera en que un enunciado es verdadero o falso. O dicho de otro modo, qué cantidad o qué tipo de verdad podemos aceptar o esperar de un enunciado cualquiera (pero que tenga o sea suceptible de ser reescrito con operadores modales o en lenguaje modal). La lógica deóntica se ocuparía de las inferencias que realizamos con proposiciones prescriptivas, o dicho en lenguaje más coloquial, con normas. Estamos hablando de operadores modales como “es obligatorio que p” o bien “está permitido que p” o “está prohibido que p”. Es indudable que existe una estrecha relación entre el juicio moral que hacemos de ordinario de una acción propia o ajena y un enunciado cualquiera dentro de esta lógica. Lógica que, al mismo tiempo se halla estrechamente relacionada con el código legal vigente en una sociedad concreta. Lo que, de nuevo, nos pone en el camino de la racionalidad de lo “razonable” y lo “probable”, de lo aceptado y permitido por los miembros de una sociedad histórica determinada, cuyas inferencias morales se hallan estrechamente vinculadas al mundo del derecho, del razonamiento judicial o de la jurisprudencia o historia de casos concretos, tal y como nos señalaba Toulmin en su modelo de argumentación anteriormente descrito.

Una vez que hemos visto estas cuestiones acerca de la lógica –del razonamiento- y su relación o sus relaciones con la racionalidad moral, es necesario volver a comentar que, tanto el modelo de Toulmin, que, como dijimos, era similar al silogismo conocido como epiquerema, como estos modelos de lógicas excéntricas, que hemos visto, nos han alejado un poco del razonamiento retórico por excelencia, que es el que Aristóteles denominaba, como ya señalamos antes, con el nombre de entimema (aunque, debemos señalar, asimismo, que Aristóteles también concedió una gran importancia al razonamiento inductivo, que dentro del arte retórico es denominado “ejemplo”). Hay dos modos de definir lo que es un entimema; por un lado se le considera, de un modo bastante habitual, como un silogismo al que le falta una de las premisas, sea ésta la mayor o la menor; por otro lado, se define un entimema como un silogismo aproximado o también como un silogismo cuyas premisas son “verosímiles” y no necesariamente verdaderas.

Seguramente, un entimema sea las dos cosas juntas, es decir, tanto un silogismo elíptico como un silogismo cuyas premisas son “probables” o “verosímiles”. Veamos un ejemplo de Aristóteles:

“Y dice que yo soy amigo de pleitear, pero no puede denunciar que yo haya levantado ningún pleito”[7]

Como se observa, la fuerza del argumento reside en la probatoria de que no se pueden -paradójicamente- presentar pruebas a favor de una acusación. Evidentemente, las premisas son solamente verosímiles porque es posible que el acusado sí que sea amigo de pleitos aunque nunca los haya llegado a emprender realmente y sólo se hayan quedado en meras amenazas; o bien es posible que el acusado haya puesto pleitos en otra ciudad o país y por lo tanto no sea posible, en ese momento, presentarlos como prueba. La premisa que no se enuncia, pero que está implícita, sería la de que “Los amigos de pleitear, levantan pleitos”.

Podríamos intentar formalizar el entimema incluso utilizando la lógica de predicados monádicos, así:

Vx (Ax~Lx)
¬ La
___________
¬ Aa

Que se leería: “Para todo x, si x es amigo de levantar pleitos, entonces x levanta pleitos; yo no he levantado pleitos; luego yo no soy amigo de pleitear”. Ahora podrían asaltarnos dudas sobre la validez de este razonamiento que rápidamente se despejan porque enseguida nos damos cuenta que se trata de la ley Modus Tollendo Tollens adaptada a la lógica de predicados. Luego, de nuevo vemos que la lógica puede aplicarse a enunciados que no son directamente verificables con hechos o eventos reales y de cuya “verdad” no hay, en principio, duda alguna. Lo cual nos hace pensar en que es posible que la racionalidad sea aplicable también a los enunciados morales, a los retóricos, de igual modo que a los matemáticos, por ejemplo. Es así como la racionalidad práctica, la razón aplicada a “las maneras de obrar” a las acciones y motivaciones de las mismas aparece en escena de un modo inequívoco y en gran medida no alejado de las formas de razonamiento formal científico.

Es digno de mención, decir que los entimemas aristotélicos, los lugares comunes para argumentar sobre nuestros actos, proceden tanto de la agudeza del estagirita, como de su insaciable curiosidad intelectual, que le llevó a recopilar muchos dichos populares, refranes y adagios que son lo que forman la base de estos lugares comunes, y, por eso mismo, la fuente de todo entimema o razonamiento aproximado o elíptico[8]. Esto que señalo puede que haga que algunos filósofos o mentes bienpensantes de similar pelaje se lleven las manos a la cabeza y digan “pero, ¿cómo? ¿que la razón humana, que manda transbordadores espaciales tripulados fuera de la órbita terrestre, termina argumentando sobre la conveniencia o no de una decisión o de una norma, o sobre la veracidad o no de un hecho, basándose en refranes o en dichos populares?”. Pues mucho me temo que la respuesta, a pesar de lo mucho que nos duela, es en gran parte afirmativa. No voy a hacer ahora una apología de la sabiduría popular, que no es el caso, pero es indudable que dentro de la misma algo debe de haber de bueno, e interesante e incluso útil, que nos permite aceptar de un modo intuitivo y rápido una argumentación cualquiera, y digo cualquiera intencionadamente, incluida una argumentación que pretenda decidir sobre la conveniencia o no de realizar un experimento científico x en un laboratorio de bioquímica, por muy científico que sea el objetivo y mucha búsqueda de la verdad que se pretenda iniciar.

Veamos un ejemplo: supongamos que en nuestro trabajo cometemos un error y un compañero, si no nuestro jefe mismo, nos reprocha haberlo hecho. Entonces, junto a nuestras excusas, bien podemos decir “el que tiene boca se equivoca” y utilizar un refrán bien conocido, un lugar común de la gente que necesita excusarse y además un razonamiento escueto que pone en la actualidad de la conversación con nuestro interlocutor la “verdad” de aceptación general de que todo aquel ser humano que se precie de serlo es falible, por cuanto si no fuera de este modo, podemos concluir, acaso no se trate entonces de un ser humano. Además, si nuestro compañero, o nuestro jefe no nos disculpan, ni nos perdonan el error cometido, siempre podemos recordarles sus propios errores y de este modo asegurarnos una mayor benevolencia hacia nosotros. Podríamos expresar el conocido refrán de otra manera; podríamos decirlo así: “todo ser humano comete equivocaciones” (incluido nuestro jefe añadiría yo). Y ya rizando el rizo, podríamos incluso llegar más lejos y argumentar con él más o menos así: “todo ser humano comete equivocaciones; yo soy un ser humano, por lo tanto también cometo equivocaciones” de tal modo que lo que resulta perdonable para toda la humanidad por ser rasgo distintivo de la misma, ha de ser perdonable también para el individuo particular. Podríamos, y esta vez prometo que va a ser la última, intentar hacer una formalización auxiliándonos en la lógica de predicados monádicos y comprobar que la conclusión es consecuencia lógica de las premisas:

¬ E (Hx & ¬ Cx)
Ha
----------------------
Ca

Y una posible deducción, entre varias, sería:

1. ¬ E (Hx & ~ Cx) Premisa 1ª.
2. Ha Premisa 2ª.
3. ¬ (Ha & ¬ Ca) Regla de eliminación del cuantificador E 1.
4. ¬ Ha 0 ¬¬ Ca Ley de Morgan 3.
5. ¬ Ha 0 Ca Ley de doble negación 4.
6. Ca (Conclusión.) Ley de inferencia de la alternativa 2, 5.

Así pues, según se va viendo, los inocentes y populares refranes poseen una fuerza racional mayor de lo que pudiera parecer en un primer momento. Luego esto vuelve a hacernos plantear la cuestión de la debilidad del discurso y del razonamiento moral, puesto que si la lógica más clásica parece operar con toda naturalidad con este tipo de enunciados, de lenguaje, entonces la debilidad no ha de ser tanta o más bien es que ni siquiera existe o quizás es que tanto los razonamientos de la ciencia como los del lenguaje común, moral, retórico, comparten esa misma debilidad (o fuerza, según donde se ponga el acento). Como dice Toulmin en El Puesto de la Razón en la Ética: “Sería estúpido decir que los “slogans” (léase refranes en este caso) eran paradójicos, falsos o inconsecuentes; pues en su uso sirven a una finalidad determinada, y la sirven bien”.[9]

Y ya que hablamos de Toulmin otra vez, sigamos con él. El último capítulo del libro de Toulmin del que extrajimos la anterior cita, resulta muy interesante por cuanto nos va a permitir dar un salto desde la racionalidad de los argumentos éticos, sean estos refranes, entimemas, epiqueremas, borrosos o precisos, posibles o necesarios..., dentro de un código moral dado, de una sociedad concreta, hacia la racionalidad o, mejor dicho, hacia el fundamento o fundamentos mismos de la moral humana en general. Toulmin ha mostrado a lo largo de este libro que el razonamiento tiene un límite; y ese límite afecta a cualquier tipo de enunciado (incluso, una vez más, los de la ciencia). Las razones, sean garantes (warrants) o bien fundamentos (backings), según el modelo de argumentación descrito por este autor y que ya dijimos que parecía más bien una actualización de lo que se conoce como epiquerema en lógica clásica, pueden darse en una cadena continua pero siempre finita.

Llega un momento en que la argumentación con razones para poder, posteriormente, actuar, o bien, cuando se argumenta sobre actos ya realizados, no puede dar más razones en apoyo de una determinada manera de obrar. Toulmin compara la situación con la de un niño que dialoga o más bien interroga a su padre y continúa preguntando “por qué” pensando que todos los acontecimientos tienen un por qué o una razón detrás. Al final, el padre acaba por decir al hijo que deje de hacer preguntas tontas. Lo que sucede es que casualmente estas preguntas tontas son las que más nos gustan a los filósofos. Normalmente, cuando se piden razones para actuar o por alguna acción ya realizada, lo que se está haciendo es tratar de averiguar la adecuación de estas acciones pasadas o futuras con un código moral o legal vigente en una sociedad cualquiera, se halle éste regularizado en forma de leyes escritas -habitualmente consensuadas- o en forma de tradiciones orales o incluso en tradiciones de hábito, ni escritas ni contadas pero digamos que están “dadas por supuestas”. Hemos de recordar aquí que una de las fuentes del derecho tal y como la citan tradicionalmente los manuales de esta disciplina es la costumbre, cuya importancia es sólo superada por la ley como fuente proveedora de normas sociales o de convivencia, al menos, así es considerada por gran parte de los tratadistas. Cuando se pregunta si está bien o es correcto tal o cual comportamiento, sea este verbal o físico, lo que se está pidiendo, en primer lugar, es una razón dentro de una sociedad que apoye (o refute) el mismo. Ahora bien, si una vez dadas las razones pertinentes, por ejemplo: “si robas irás a la cárcel, porque la ley x de tal país o ciudad condena a los acusados de robo, porque además tu reputación como miembro de la sociedad caerá en picado, y perderás los beneficios de tener una buena reputación a los ojos de tus conciudadanos o vecinos, etc...”, entonces llega un momento en que si alguien todavía pregunta “¿y por qué no puedo robar?” en ese momento ya no tenemos más razones, digamos “locales” y tenemos que echar mano de razones que valgan para toda la humanidad en general (en parte en el ejemplo anterior ya hemos dado un indicio de esto al hablar de la reputación personal del individuo social) y la cuestión pasa de ser una cuestión de razones y de racionalidad moral práctica para convertirse en una cuestión de los fundamentos mismos de la ética. De este tema trataremos, no obstante, en un apartado posterior de este trabajo. De algún modo, esta clase de preguntas límite, como gusta Toulmin denominar, son necesarias para el ser humano (si no se la hiciera dudo mucho que se le pudiera siquiera considerar tal) y parecen situarse “más allá de la razón”. Para el filósofo inglés, en lo cual además convengo con él, estás preguntas no carecen de importancia. Incluso llega a afirmar que “si no hubiésemos hecho nunca preguntas extrarracionales, nunca hubiéramos de hacerlas racionalmente”.[10] Recordándonos, con ironía, cómo la propia actividad científica, el prototipo de racionalidad por excelencia, surgió de actividades tan desprestigiadas en nuestro mundo globalizado actual, como son la magia y la alquimia, las religiones primitivas o la astrología por citar solo algunas de ellas. Toulmin, incluso trata levemente la cuestión del papel de la religión (entiendo que cristiana) en la ética, es decir como proveedora de fundamentos de ésta disciplina. Pero, pienso que este asunto, y mis reservas respecto a las ideas que se vierten en esta parte final del libro de Toulmin, será mejor tratarlas en el apartado que dedicaré a los fundamentos de la ética. Me quedaré, por ahora, con la idea de que estas cuestiones lejos están de ser banales o secundarias; lo único que afirmo ahora es que no es que no sean importantes, sino que son diferentes. O dicho de otro modo, una cosa es analizar el papel que puede desempeñar la racionalidad en la ética y otra muy distinta estudiar los fundamentos últimos de toda conducta moral humana. Resulta evidente, por lo tanto, que son temas estrechamente relacionados, especialmente por cuanto ha habido (y todavía hay) quién hace descansar el edificio de toda ética en los pilares de la racionalidad; y para muestra, un botón: toda la tradición ilustrada europea; sin embargo, repito una vez más, se trata de cuestiones distintas.

Resumía Diógenes Laercio la filosofía de Aristóteles diciendo que se componía de dos especies; por un lado la filosofía práctica y por otro la teorética. A la primera, pertenecerían tanto la ética, como la política, y, a la segunda, la analítica (filosofía de la ciencia diríamos hoy quizás) y la filosofía propiamente dicha (que podría ser una mezcla de lo que hoy llamamos física, metafísica y lingüística). La lógica (esto es, el estudio del silogismo, del razonamiento, de la racionalidad de un discurso) se aplica tanto a una como a otra, aclarando: “y ésta última no es parte de la filosofía teórica, sino como un exacto instrumento para ella” y continúa “y la ilustra (la lógica) con sus dos objetos o blancos probable y verdadero [...] para lo probable, de la dialéctica y de la retórica, y para lo verdadero, de la analítica y de la filosofía [...]”.[11] Es decir, que la lógica (la racionalidad) es como independiente tanto de las actividades especulativas como de las prácticas, y sin embargo está presente en ambas. No obstante, aunque normalmente exista racionalidad tanto dentro de la ciencia o la filosofía, como de la ética, eso no implica que no se pueda hacer ciencia sin racionalidad (o irracionalmente)[12], de igual modo que tampoco implica que no se pueda un individuo comportar moralmente sin razón, sin razonamiento (incluso sin voluntad)[13]. La lógica, que aquí identificamos con la racionalidad -puesto que si no hay racionalidad en la lógica ¿dónde la hay? y si no hay lógica en la racionalidad ¿dónde se encuentra?- es así definida como un “exacto instrumento” de la filosofía, tanto práctica como teórica, resultando que en cierto sentido, tanto la ratio speculativa como la ratio practica de las cuales hablábamos anteriormente, constituyen en verdad –y excúseseme el tópico- “las dos caras de una misma moneda”. O quizás, lo que ocurre es que nos las habemos con un único instrumento aplicado a distintas áreas o disciplinas del mundo humano. Así como cuando un mismo pañuelo (tipo foulard quiero decir) nos sirve tanto para abrigar nuestro cuello en invierno como para protegernos del sol en verano; la racionalidad, el cálculo silogístico y demás cachivaches de la razón, nos sirven –y bastante bien la mayoría de las veces- para tomar decisiones sobre lo pasado y sobre lo futuro, tanto en cuestiones prácticas o éticas, como en cuestiones teóricas o científicas.[14] Y esto es así, debido a la versatilidad de la racionalidad, a la versatilidad que cualquier herramienta que se nos ocurra posee, por supuesto, no tanto porque la posea la herramienta misma sino porque se la otorga el ingenio humano (o animal, pero de esto posiblemente diremos algo con posterioridad) cuando le da un uso o varios. Y esto es así, porque hay un aspecto muy interesante del que no hemos hablado aún, como es el de la creatividad y la imaginación, aspecto que, como tantos otros, y una vez más, hemos de dejar a un lado en este trabajo.

No quisiera abandonar este apartado sin decir algunas palabras más sobre la racionalidad y la ética. En el epílogo del libro de Toulmin del que venimos hablando en este apartado El Puesto de la Razón en la Ética su autor resume el libro diciendo que puesto que la ética tiene que ver con la satisfacción de deseos e intereses, y puesto que vivimos en una sociedad reglamentada por códigos de conducta (cuyo contenido son normas o leyes), suele resultar una buena opción para un miembro de esa sociedad el seguir las normas que recogen esos códigos. Al mismo tiempo, Toulmin nos recomienda que no aceptemos, sin embargo, cualquier institución sin crítica, porque hasta las más venerables evolucionan y en cierto modo es su razón de ser el evolucionar, en tanto en cuanto distintos problemas históricos han de resolverse con diferentes soluciones; así, el papel de la racionalidad dentro de una sociedad se reduce, en primer lugar, a un método auxiliar -más o menos fiable- de desentrañamiento de un conflicto moral, pero, en un segundo plano, y no por ello menos importante, a un método para criticar el sistema ético mismo y someterlo a revisión o incluso a su adecuación junto con otros sistemas extraños a esa sociedad pero igualmente valiosos. Es decir, que la racionalidad en la ética cumple un papel doble -según Toulmin- entendido éste como una aplicación de cálculos deductivos e inductivos (recuérdese que Aristóteles concedía gran importancia al ejemplo, a la argumentación por inducción, en su libro de retórica) sobre una serie de leyes o “axiomas” dados, que serían competencia del derecho nacional, pero también como una aplicación de estos mismos cálculos sobre una serie de reglas transnacionales cuyo relativismo y temporalidad, nos pondrían en el camino de la autocrítica (hablando de nuestra cultura) y de la crítica de las sociedades vecinas a aquella dentro de la cual vivimos. En este segundo momento, cobran especial importancia los intentos de establecer códigos morales generalistas de supuesta aplicación universal, como es el caso, por ejemplo, de la declaración de los derechos humanos.

No obstante, a pesar de la utilidad de la razón tanto en uno como en otro caso, a pesar de que nos ayuda a ser tanto críticos como autocríticos, a pesar de que nos permite ser persuasivos y disuasivos, tanto con los demás como con nosotros mismos, a pesar de todo esto, aún queda hueco para guardarnos alguna reserva sobre esa utilidad de la razón o de la racionalidad. Por muy calculada que esté una decisión, por muy razonada silogísticamente que se halle una conclusión sobre cualquier cosa que se nos ocurra, sea verdadera o verosímil, esto nunca nos asegura que hayamos hecho la elección correcta en una última instancia o que las cosas sean como se ha concluido, y en el caso de que esto sea así, entonces lo que a menudo sucede es que la conclusión era trivial o fácilmente comprensible sin necesidad de ser explicitada. Un silogismo tan conocido como el de “Todos los hombres son bípedos, todos los españoles son hombres; luego todos los españoles son bípedos” que es el llamado modo “bárbara” resulta impecable desde un punto de vista racional o matemático incluso, pero si se analiza con seriedad nos damos cuenta de que poca sabiduría nos da -en poco aumenta nuestro conocimiento- una explicitación que mental e inconscientemente hace cualquiera y sin necesidad no sólo de pensar en las premisas y en la conclusión, sino sin ni siquiera utilizar lenguaje alguno. Dudo mucho que la mente de nadie se ponga a hilar silogismos de este tipo cuando se encuentra con un español. A partir de la preadolescencia y la adolescencia, que es cuando se desarrollan en su plenitud las formas lógicas[15] en los seres humanos (por lo menos en los países occidentales), todo razonamiento que resulte obvio, por muy verdadero que sea, no deja de ser una pérdida de tiempo colosal y de hecho nadie en sus cabales se para a pensar, cuando se tropieza con un español, en si es bípedo o en si es un hombre. Es decir, cuando uno ya sabe lo que es ser español, bípedo y hombre porque conoce la definición de esos tres conceptos, de modo autómata y en gran medida inconsciente, ya sabe que si se encuentra con un español (o con alguien de la nacionalidad que sea) se trata de un ser humano y además bípedo. Por lo tanto, cuando los hombres pensamos en general, no nos ponemos a perder el tiempo en deducciones obvias, ni mucho menos en saber si el razonamiento que hacemos es conforme a las leyes de la lógica o de la retórica, o si lo que estamos cavilando tiene la forma de un entimema, de un epiquerema o de un dilema cornuto[16]. Y es que, como decía el tan poco de moda actualmente Jaume Balmes: “cuando el hombre discurre no anda en actos reflejos de su pensamiento, así como los ojos cuando miran no hacen contorsiones para verse a sí mismos”.[17]

Una vez visto, que la racionalidad no es una herramienta tan perfecta como creíamos, y que posee unos límites, los límites de la pura obviedad, más allá de los cuales de poco sirve, entonces cabe hacerse la pregunta: ¿la conducta moral se agota en la racionalidad? ¿si no hay razonamiento no hay moral? O dicho de otro modo ¿es la racionalidad garantía de moralidad? ¿sólo el razonamiento posibilita la conducta moral deseable?. Como nos recuerda con tristeza Javier Muguerza, la idea impensable de que un ser dotado de razón como es el hombre, pudiera tratar a un semejante como un medio (para un mal fin), y de una manera carente de toda humanidad posible, no solamente ha sido pensada sino que incluso ha sido puesta en práctica durante el pasado siglo (en realidad desde que el hombre existe como especie añadiría yo) en Auschwitz o Hiroshima. Y lo que nos parece todavía más sangrante es que, como dice Muguerza “sabemos que es posible hacer tal cosa racionalmente”.[18]


[1] S. Toulmin The Uses of Argument. Ed Cambridge 1958. Pág 7 y 8. (Traducción de M. Santos Camacho en Etica y Filosofia Analítica Ed. EUNA 1976).
[2] Es evidente que puede darse el caso de que durante el mes de agosto, pese a aumentar las temperaturas respecto al mes de septiembre, la venta sin embargo disminuya o se estabilice, por ejemplo, por simple ausencia de posibles compradores que han salido de vacaciones.
[3] Los otros dos tipos, como se sabe, son la oratoria deliberativa y la epidíctica.
[4] Piaget, el psicólogo suizo, considera que los hombres y las mujeres, una vez alcanzada la madurez intelectual, son capaces de razonar correctamente sobre proposiciones en las que no se cree aún o ni siquiera se cree y que son tratadas por los sujetos como hipótesis puras (o verdades posibles).
[5] Alfredo Deaño Introducción a la lógica formal Ed. Alianza 1978. Pág. 301.
[6] Desde luego, no nos aseguran, como siempre, que los contenidos de esas premisas o su conclusión sean verdaderos, sino solamente que el razonamiento es correcto. Y si no, que se lo pregunten a uno que haya suspendido el examen después de estudiar el temario, cosa, por otra parte, no solo muy posible, sino muy común.
[7] Aristoteles Retórica op. cit pág 155.
[8] Según es citado por Diógenes Laercio el libro en cuestión se llamaría Proverbios y constituiría una especie de refranero popular; también escribió un libro titulado Del aconsejar lo cual nos indica que estos temas afines, eran de su interés (y ¿qué no? por cierto).
[9] Op. Cit pág 226.
[10] Op. cit pág 236.
[11] Diógenes Laercio Vidas de los filósofos más ilustres Ed. Porrúa. México 1991. Pág 120.
[12] Que le pregunten al premio Nobel Fleming cuánta racionalidad, cuánto cálculo mental hubo, cuánta deducción lógica, al descubrir la penicilina. Si Fleming utilizó sus razonamientos fue posteriormente, pero el origen del descubrimiento fue, más fruto de la casualidad, que no de la causalidad.
[13] Así, un loco puede llevar a cabo un acto moralmente bueno, dentro una sociedad, y haber actuado de modo irracional, sin intención de hacerlo por el hecho de ser un acto considerado como bueno.
[14] Aunque habría que ver qué cantidad de ciencia hay en determinadas especulaciones teóricas, pero ese es otro tema.
[15] Véase la obra de Piaget Psicología del niño Ed. Morata. 2000. Pág 131 y ss. Piaget señala que sin conocer fórmula lógica alguna el preadolescente de 12 a 15 años es capaz de manipular transformaciones según posibilidades o principios formales básicos: inversión, reciprocidad y correlatividad.
[16] San Jerónimo lo llamaba argomento cornuto.
[17] Jaume Balmes El criterio Ed. Círculo de lectores. 1968. Pág 131.
[18] Op. Cit. Pág 334.

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