domingo, 30 de diciembre de 2007

5.- De la racionalidad y los fundamentos de la ética

Nos encontramos ahora ante un tema directamente vinculado con la racionalidad en la ética. Esto es así porque, como sabemos, al menos desde la Ilustración, se ha pretendido fundamentar la necesidad de determinadas conductas humanas -de la ética en definitiva- en la racionalidad humana o razón, que era como se la denominaba en aquella época. El nuevo orden mundial y la mayor pujanza de los estados nacionales respecto de los antiguos regímenes feudales, trajeron a los habitantes de la Europa de la época moderna, nuevas formas de vida social, y sobre todo, una gran desconfianza hacia la autoridad papal y a la autoridad de la tradición religiosa en materias mundanas, no teológicas, y a su eficacia a la hora de garantizar un equilibrio entre el creciente poder de la nueva burguesía ciudadana frente a la antigua aristocracia noble, entre los diferentes sectarismos cristianos, y entre los nuevos estados nacionales, compuestos en su mayoría, por pueblos de muy diferente catadura a todos los niveles: lingüísticos, étnicos, morales... Esta nueva situación (estamos hablando de una situación que tardó un par de siglos en acomodarse en la historia, naturalmente) en el viejo continente, empujó a algunos hombres a buscar, desde distintos planos, un criterio o criterios que fueran universales y que reemplazaran, en cierto sentido, a la anterior cohesión espiritual y política que mediaba -y ponía freno a menudo- entre las inevitables disputas entre los vecinos estados feudales. Es en la época moderna cuando aparece el racionalismo, o lo que es igual, la gran confianza que se deposita en la razón humana como regidora de la vida de los hombres. Es la época de los Descartes y los Spinoza que abrirá las puertas a la época ilustrada y a los debates de los filósofos acerca del gran papel de la razón frente al relativismo de los distintos credos religiosos que se puso en evidencia tanto con las propias guerras de religión como con la ineficacia intrínseca a la misma religión de explicar el mundo físico, biológico, histórico y político por sí misma y de una forma satisfactoria.

La razón (la racionalidad) pasa a ocupar entonces un papel protagonista hasta el punto de ser el modelo explicativo de toda la realidad, tanto como el fundamento mismo de la misma. Y claro, si el fundamento de la realidad al completo es la razón[1] entonces el fundamento de las demás disciplinas intelectuales que se encargan de interpretar las diferentes parcelas de la misma, ha de estar fundamentado igualmente por la razón. La ética, no fue una excepción a todo este cambio de mentalidad filosófica. Quizás el personaje que mejor represente a esta tendencia racionalista en la fundamentación de la nuestras diferentes morales fue Inmanuel Kant, quién volcó en sus libros sobre moral la profunda admiración que sentía por la geometría axiomática de Euclides, o la física de Newton, con su espacio y su tiempo absolutos, tratando a la Ética con un patrones de racionalidad semejante. El problema es que la ética no se deja axiomatizar[2] o racionalizar tan fácilmente como la aritmética o la geometría. Y desde luego, fundamentarla en entidades eternas, ahistóricas e inmutables, o fundamentarla en la propia capacidad racional del hombre, no resuelve la cuestión sino que más bien la deja como estaba. En este sentido cabe mencionar de nuevo la frase de Muguerza citada anteriormente, que nos recordaba que brutalidades de la envergadura de Hiroshima se han llevado a cabo, y que, por desgracia para nosotros, “sabemos que es posible hacer tal cosa racionalmente”. Es decir, la racionalidad, como se dice popularmente, tanto sirve para un roto como para un descosido, y no nos va a asegurar que por el mero hecho de ser racionales, ni mucho menos lógicos, vayamos a comportarnos siempre moralmente, o mejor dicho, de un modo que conduzca a hacer el bien ajeno o el propio. Evidentemente, en esto último que acabo de decir hay una valoración de lo que es moral; y es que todos entendemos de modo intuitivo por acción moral aquella que lleva implícita un resultado beneficioso –en un sentido muy general- para el hombre. Pero enseguida hablaremos de estos beneficios y de su relevancia en la cuestión de la fundamentación ética. Antes, vamos a repasar uno de los últimos intentos por fundamentar la ética en gran parte heredero de la Ilustración.

Desde mediados del pasado siglo hasta hoy se ha venido proponiendo, principalmente por los filósofos alemanes Jürgen Habermas y Karl Otto Apel una ética fundamentada en la capacidad y voluntad dialógica del ser humano y que es costumbre denominar como ética discursiva. Estos autores proponen que se fundamente la conducta moral en el diálogo entre seres humanos los cuales, al fin y al cabo, comparten una universalidad[3] de intereses comunes (y de capacidad de juicio moral), y, por lo tanto, deben dejar de lado los intereses privados y aceptar la resolución de esa discusión dialogada. Como enseguida se ve, la fundamentación ilustrada en la razón humana se ha convertido ahora en una fundamentación también racional pero poniendo el énfasis en el cariz dialéctico de las argumentaciones, dejando de lado los aspectos discursivos monológicos (o retóricos podríamos decir). Es decir, los filósofos alemanes parece ser que se resisten a ultranza a renunciar a la racionalidad como principio fundamental de la ética, y no ven otro modo de escapar a las objeciones habituales de que la racionalidad es un instrumento neutral respecto de nuestro comportamiento final, que enmascarándola con los afeites y los emplastos de la discusión racional. Además, el método es presentado como portador de una singular perfección:

“En el discurso argumentativo se muestran estructuras de una situación de habla que se encuentra inmunizada de forma especial contra la represión y la desigualdad: se presenta como una forma de comunicación suficientemente próxima a las condiciones reales”.[4]

La ingenuidad de esta afirmación resulta tan notoria que parece que su autor -increíblemente- desconoce la práctica política o moral cotidiana de los hombres. Por muy argumentativo que sea un discurso jamás sucederá que exista una igualdad perfecta, sea cual sea el plano en que pensemos, entre otras cosas porque no hay dos seres humanos iguales, ni biológica, ni política, ni social, ni siquiera familiarmente hablando.

Y además, no es menos obvio el hecho de que la discusión entre hombres, por muy argumentada -epiqueremáticamente- que se lleve a cabo, por sí misma, jamás podrá garantizarnos la moralidad o bondad de un acto humano, ni individual ni colectivo. No quiero que se me malinterprete; no estoy insinuando que el diálogo argumentado no sea una buena costumbre y una excelente manera de emprender la tarea de resolver conflictos de intereses, morales o materiales o lo que sea. Pero repito, por mucho que nos pongamos a discutir nunca podremos garantizar que el resultado sea, sólo por eso, moralmente aceptable y que nuestro diálogo, por muy educadamente que se haya establecido, constituya la fuente de todo acto moral.

Aún más. Como ya dijimos hace un momento, la vida humana es lo suficientemente frágil como para que nuestro cuerpo no posea mecanismos emocionales o instintivos, o similares, que nos auxilien cuando no hay ocasión, o no hay tiempo, para proferir una sola palabra. Dicho de otro modo ¿cómo podemos afirmar que la fuente de todas nuestras acciones morales es el diálogo o la razón cuando vemos a una ancianita que está cruzando una calle peligrosa y sin mediar palabra la tomamos del brazo y la conducimos al otro lado? ¿dónde está aquí el diálogo? ¿dónde la racionalidad si hemos obrado impulsivamente?. Además, y reconozco que exprimiendo un poco los argumentos de estos filósofos, ¿qué pasa con los mudos o los locos o los niños? Los primeros no son capaces de decir ni pío y los segundos no son precisamente modelos de racionalidad o de dialogadores argumentativos. ¿Carecen por tanto de capacidad moral? ¿son seres amorales? ¿no tienen derecho a hacer el bien (o el mal claro) como todo hijo de vecino?. Afortunadamente, como ya dije, el lado más emocional de nuestra especie (rasgo este, que compartimos con muchas otras) nos motiva a actuar de modo generoso o altruista, que es lo mismo que nos motiva a actuar conforme a la bondad o al bien, que es como lo habría dicho un filósofo griego.

Pero, como decimos, los filósofos de la ética del discurso se empeñan en que la fundamentación de ésta se halla en las argumentaciones dialécticas, que, además, acarrean de modo implícito la inteligibilidad de sus argumentos, su universalidad (al menos dentro de una sociedad dada) y su racionalidad. Hasta el punto de negar racionalidad a aquellos individuos disidentes en algunos puntos del esquema moral de la sociedad de la que forman parte:

“Quien en sus actitudes y valoraciones personales se comporta en términos tan privatistas que no puede explicar sus reacciones ni hacerlas plausibles apelando a estándares de valor, no se está comportando racionalmente.”[5]

Vamos, que aquellos individuos que por hacer valoraciones personales (cuando toda opinión dentro de una argumentación discursiva es personal por definición por cierto) no se ajustan al estándar social, son arrojados por Habermas al cajón de los irracionales -en el mal sentido de irracional claro- por las buenas. Creo que sobran comentarios; especialmente cuando el propio Habermas acude a los estudios sobre razonamiento y moral en distintas culturas humanas del psicólogo de orientación piagetiana y kantiana Lawrence Kohlberg, como confirmadores de su propuesta discursiva. Según Kohlberg, el pensamiento moral -desde un punto de vista ontogenético según la jerga de los psicólogos- pasa por una serie de estadios progresivos hasta alcanzar un estadio elevado (en el cual, y siguiendo a Piaget, la capacidad de análisis lógico-racional ya se habría desarrollado plenamente por supuesto) que pertenece a lo que él llama nivel postconvencional y en el que los individuos se caracterizan por “un mayor impulso hacia principios morales autónomos que tienen validez y aplicación independientemente de la autoridad de los grupos o personas que los poseen e independientemente de la identificación del individuo con esas personas o grupos”.[6] Además, según este autor, estos estadios y niveles se repetirían de modo universal en todas la culturas conocidas.
No obstante, sin entrar en detalle en las teorías de Kohlberg y en sus deficiencias, lo que me interesa resaltar aquí es que Habermas, que acaba de explicarnos que los sujetos que se muestran individualistas e incapaces de seguir el modelo social general vigente en una cultura dada, se están comportando de una manera no racional, acepta con alegría y admiración las propuestas de Kohlberg, y especialmente aquella, en franca contradicción con esta explicación suya que acabamos de señalar, de la existencia de un nivel evolucionado y crítico con la sociedad moral que permitiría a los individuos (positivamente evolucionados) a seguir principios éticos elegidos de modo personal e individual pero de carácter abstracto y pretendidamente universal.

Pero, en fin, contradicciones aparte, y por ir resumiendo, podemos afirmar que para los herederos de la escuela franckfortiana, la base de toda moral se halla en el hecho universal del diálogo humano, desplazándose así, el fundamento de la ética, en la racionalidad o la razón de nuestra modernidad filosófica, hacia el diálogo cuyo objetivo es el consenso entre distintas opciones morales (grupales o individuales). Citaré una vez más a Javier Muguerza quién, como yo (y mejor que yo) y antes que yo, opinó que el diálogo que proponen estos filósofos, por muy racionalmente que éste se lleve a cabo, nunca podrá garantizarnos la consecución de un acuerdo justo o “verdadero”. Porque además, la racionalidad más perfecta pensable, y perdón por el juego de palabras, resulta impensable en asuntos humanos y especialmente en aquellos que atañen a la moralidad humana:

“El diálogo, en efecto, resultaría superfluo en una “situación ideal de diálogo” en la que por definición reinase la racionalidad perfecta y, consiguientemente, la claridad teórica y la concordia práctica”.[7]

A tenor de lo dicho, quizás sea más interesante -tal y como insinúan el propio Muguerza y Emilio Lledó- recuperar el diálogo al estilo socrático, un diálogo en donde los personajes se enfrentan a situaciones con poco de ideales y con bastante de prácticas, de históricas, un diálogo en que, como concluye el primero, del que “no siempre logran (los personajes) salir airosos”. Dicho en otras palabras: un diálogo que descienda del limbo de los ideales teóricos absolutistas al nuestro cotidiano y más modesto mundo de las contingencias realizadas y por realizar.

Antes dijimos que a la ética le interesaban especialmente todos aquellos comportamientos o actos humanos, tanto verbales como físicos[8] cuyo fin reporta un beneficio al ser humano tanto si se trata de un individuo como de un grupo o sociedad o incluso si se trata de la humanidad entera, es decir, de toda la especie humana en su conjunto. Incluso, a la ética le interesan más por su fin que por los medios (la racionalidad o la emocionalidad humanas) que los producen. Pero llegados a este punto todavía hemos dejado abierta la cuestión. Bien, somos racionales y emocionales y gracias a ello obtenemos una mejora en nosotros mismos y en nuestros prójimos y esto nos parece “bueno” para todos, pero, ¿por qué hemos de buscar ese bien tanto personal como individualmente? ¿cuál es el fundamento último de nuestra acción moral?.

Para responder a estas preguntas hemos de revisar primero qué cosa es el hombre. El hombre es un animal, evidentemente, y dentro de lo que son los animales un animal de tipo social. Ser social implica la capacidad de comunicarse tanto con los miembros de otras especies -especialmente si se trata de agresores- como la capacidad de comunicarse con los miembros de su propia especie y restringiendo más aún la cosa, con los miembros más cercanos como los de su grupo social o familiar. Esta circunstancia no es exclusiva del hombre y muchos otros animales responderían a esta caracterización que acabamos de dar. Pero a nosotros, aunque sólo sea porque yo soy un hombre y escribo para que lean y comprendan lo que pretendo exponer, otros hombres, lo que nos interesan son los hombres. La antropología nos enseña que en las sociedades organizadas en aldeas o tribus, suelen existir conflictos morales de menor envergadura y quizás con menor frecuencia. La extrema complejidad de la vida en un mundo global, industrializado y burocratizado, conformado en torno a grandes núcleo urbanos, plantea conflictos morales de mayor complejidad. Sin embargo, la esencia del comportamiento permanece idéntica en ambos tipos de cultura humana. Por ejemplo, en ambos estilo de vida, la importancia de la familia, especialmente en el desarrollo de la vida de un individuo, resulta capital para su futuro, y tanto en un caso como en otro, los padres u otros sujetos autorizados por el grupo, se toman muchas molestias por enseñar habilidades de toda clase a los niños y a los jóvenes de sus respectivos grupos. Esto es así porque, a diferencia de otros animales, los seres humanos, por naturaleza, necesitamos de un largo período de aprendizaje que no necesitaríamos si, fuésemos, por ejemplo, uno de tantos miles de insectos que poseen nada más nacer de la capacidad de alimentarse a sí mismos o de desplazarse por su entorno sin ningún problema[9]. Nosotros, los seres humanos, necesitamos aprender muchas cosas que no traemos ya preprogramadas en nuestro acervo genético, y es que, cuanto más compleja es la conducta de un animal, más largos han de ser los períodos bajo tutela paterno-materna. Dicho en términos darwinianos: como todos los mamíferos o las aves, necesitamos aprender para mejorar nuestra capacidad de adaptación al medio. Y claro está, una mayor adaptabilidad al medio, especialmente si este es cambiante, supone una mayor probabilidad de perpetuarse como especie, que es para eso para lo que nos programan nuestros genes.

Así, resumiendo, podríamos decir que nuestra mayor capacidad de aprendizaje, que nos proporciona una mayor posibilidad de supervivencia como especie, nos encamina hacia el inevitable sendero de la sociabilidad. ¿Dónde mejor intercambiar experiencias y conocimientos valiosos que dentro de una vida de tipo social?. Nuestros genes, de nuevo, son quienes nos indican –tal y como se expresa en nuestro comportamiento intuitivo hacia la formación y conformación del entorno social y comunicativo- las pautas a seguir para ser sociales y sociables, esto es, para obtener beneficios tanto a nivel individual como de especie (ontegenética y filogenéticamente), al formar parte de esas sociedades. Lo cual nos empuja directamente hacia una característica habitualmente esencial de los seres sociales, cual es la capacidad, o mejor, el instinto para ser solidarios y altruistas con miembros de nuestra propia especie (y a veces con los de otra pero eso es otro tema).

Por supuesto que cualquier lector con sanos deseos de incordiarme en mi exposición, podría señalar que también es un rasgo característico del ser humano, justamente su capacidad o su instinto egoísta o la insolidaridad. Bien, lo único que puedo decir es que tiene razón, es cierto que ese instinto también podría resultar una base para la fundamentación de la ética de los hombres, y que nos desvía de hacia donde nos estábamos encaminando, pero si observamos con detenimiento, pronto nos percataremos de que en realidad, el comportamiento egoísta no es la conducta más generalizada sino la excepción. Etólogos de reconocido prestigio[10] han estudiado la aplicación de la teoría de juegos al comportamiento animal sin perder el horizonte del punto de vista evolutivo y han encontrado que en gran medida los animales, el hombre incluido, muy posiblemente adopten estrategias de vida fácilmente identificables a estrategias adoptadas como cuando jugamos al conocidísimo juego llamado “el dilema del prisionero”. No vamos a explicarlo ahora porque además de la amplia bibliografía que existe no quisiera perder el hilo de lo que quiero exponer. Lo que me interesa resaltar es que en este tipo de juegos las estrategias egoístas no tienen nada que hacer frente a las altruistas. La vida en la tierra, el éxito de la vida en comunidades o grupos depende en gran parte de que una mayoría sea solidaria y renuncie en ocasiones a parte de un beneficio personal con objeto de obtener en otras, seguro que muchas más, un beneficio mayor que si el individuo fuese un ser solitario y asocial. Las estrategias “egoístas” nunca podrían constituir una mayoría dentro de un grupo o sociedad, porque desquilibrarían a la misma y la harían desaparecer. Los gorrones, los delincuentes, los insolidarios de oficio, han de conformarse, por puras razones de equilibrio, con vivir a expensas de un grupo y constituir una minoría. Bien es cierto que pueden agruparse en pequeñas bandas de gorrones o aprovechados y que incluso dentro de ellas, y paradójicamente, existen cierta solidaridad y jerarquía, pero nunca podrán por sí mismas constituir un grupo perdurable o extenso; están condenados a ser siempre algo así como una forma de parasitismo. Luego, es muy posible, que la conducta social por excelencia, la conducta altruista, pueda situarse en la base de todo comportamiento moral humano.

Nuestros genes nos programan para ser sociales y comunicativos y posiblemente también para ser lo contrario. Pero es muy razonable pensar, pese a que reconozco la extrema dosis de especulación que conlleva todo esto, que la evolución haya ido seleccionando aquellos genes que nos facilitan un comportamiento altruista, lo cual, produce un equilibrio en nuestro mundo (tendencia que a la naturaleza le encanta en términos generales, de hecho, así es como podríamos definir a la vida misma, como un extraño equilibrio dentro de un gran caos) y por lo tanto, una perdurabilidad del mismo, nuestra propia especie incluida.

Así, pues, podemos proponer que el fundamento de la ética resida en nuestras características biológicas; o dicho al revés, que la base de la ética es y sólo puede ser biológica. La ética, se fundamenta en la trasmisión genética de caracteres que tienden a preservar a la especie humana. Todos los hombres, pertenezcamos a la etnia o a la cultura que sea, desarrollamos algunos modos de comportamiento comunes o universales, de igual modo que desarrollamos unas determinadas normas éticas que nos vienen dadas por nuestra propia condición de seres humanos, por pertenecer a la especie homo sapiens. Los hombres, se comportan éticamente según determinados patrones y según determinadas situaciones que se suelen repetir a lo largo y ancho del planeta. Es de este modo como es posible hablar de sentimientos como la amistad, o el amor, que nos motivan a actuar de una manera muy concreta en situaciones prácticas específicas.

Y es que, en contra de lo que indican nuestros prejuicios racionalistas, los hombres, lejos de pensar en estas normas universales -que poseemos por el mero hecho de serlo- antes de emprender una acción (moral), actuamos de modo natural y espontáneo y solamente después racionalizamos lo que ha sucedido. Es así como se explica la existencia de mecanismos inhibidores de la agresión a un semejante, o de mecanismos catalizadores de nuestro afecto o amor por los niños por ejemplo. Si hubiéramos tenido que racionalizar siempre previamente (a priori que dirían algunos) toda nuestra conducta a lo largo de nuestra dilatada evolución como especie, sin haber confiado en nuestra valiosa herencia genética, probablemente no habríamos llegado demasiado lejos y ahora no existiríamos como tal. En cualquier caso, la conquista del lenguaje –de la racionalidad- supuso para el ser humano, tanto si lo consideramos como individuo o como especie, un largo camino evolutivo. Como parecen mostrar los estudios de Piaget, se desarrolla completamente la capacidad razonadora en el momento de la adolescencia. Como sabemos por las escasas pruebas que poseemos sobre el proceso de hominización, el lenguaje, la capacidad simbólica o representacional, no parece ser algo que naciera de repente, sino más bien todo lo contrario. Sin embargo, y en marcado contraste con esto, nuestra capacidad afectiva, o incluso agresiva, siempre estuvieron presentes en nuestros cuerpos, y lo que es aún más importante, siempre estuvieron activas.

De todo esto que comentamos, lo que se desprende es que la moral no es una cuestión de reducir el asunto a una mera caracterización relativista o dogmática. La ética es en cierto sentido un patrimonio común y compartido entre diferentes culturas o sociedades, y por lo tanto en este sentido, podemos afirmar, con cierto dogmatismo, que la ética es una y universal. Por otra parte, es evidente que el amplio surtido cultural nos posibilita una diversidad de códigos morales que pretenden poner soluciones de convivencia a casos prácticos muy concretos. En este sentido, los distintos códigos morales que se han creado –históricamente- apoyan la idea del relativismo de todo aquel código por imponerse a los otros como el código por excelencia o sustentador irrevocable de toda acción ética humana pensable. Es decir, el hombre suele actuar según unos principios éticos generales pero siempre, siempre, sobre unos hechos contingentes, históricos o prácticos concretos. Como aquel peculiarmente sagaz philosophe que fue Rousseau señaló hace ya mucho tiempo:

“Los hombres que forman ese rebaño llamado sociedad, puestos en las mismas circunstancias, harán todos las mismas cosas si motivos más poderosos no lo apartan de ello”.[11]



[1] Los científicos de entonces como Galileo o después Newton pretenderán que al hacer ciencia lo que hacemos es en realidad “leer el libro de la naturaleza”, cuyas leyes son, por supuesto de forma matemática y descifrables por el hombre por medio de su racionalidad, de su habilidad racional.
[2] Es curioso el intento de Spinoza de haber llevado esto a cabo.
[3] Habermas lo denomina “postulado de universalidad” y a menudo también aparece en sus obras simbolizado con la letra U (mayúscula).
[4] Jürgen Habermas Conciencia moral y acción comunicativa Ed. Península 1996. Pág. 112.
[5] Jürgen Habermas Teoría de la acción comunicativa I Ed. Taurus 1987. Pág. 36.
[6] Lawrence Kohlberg El niño como filósofo moral (1968) en Lecturas de psicología del niño Ed. Alianza 1979.
[7] Javier Muguerza Desde la perplejidad Ed. FCE. 1996. Pág 613.
[8] Bueno, un acto verbal también es físico, pero es para entendernos.
[9] Además poseen otra ventaja -aunque también defectos como ahora mismo veremos- y es que tampoco necesitan ocuparse de sus crías cuando estaban en los huevos (piénsese en los pájaros que incuban a sus huevos).
[10] John Maynard Smith entre los más reputados.
[11] J. J. Rousseau Discurso sobre las ciencias y las artes Ed. Alianza 1988. Pág 151.

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