domingo, 30 de diciembre de 2007

4.- Racionalidad e irracionalidad

- “Señor, un caudaloso río dividía dos términos de un mismo señorío -y esté vuestra merced atento, porque el caso es de importancia y algo dificultoso-. Digo, pues, que sobre este río estaba una puente, y al cabo de ella una horca y una como casa de audiencia, en la cual de ordinario había cuatro jueces que juzgaban la ley que puso el dueño del río, de la puente y del señorío, que era en esta forma: “Si alguno pasare por esta puente de una parte a otra, ha de jurar primero adónde va y a que va; y si jurare verdad, déjenle pasar; y si dijere mentira, muera por ello ahorcado en la horca que allí se muestra, sin remisión alguna”. Sabida esta ley y la rigurosa condición della, pasaban muchos, y luego en lo que juraban se echaba de ver que decían verdad, y los jueces los dejaban pasar libremente. Sucedió, pues, que tomando juramento a un hombre, juró y dijo que para el juramento que hacía, que iba a morir en aquella horca que allí estaba, y no a otra cosa. Repararon los jueces en el juramento, y dijeron: “Si a este hombre le dejamos pasar libremente, mintió en su juramento, y, conforme a la ley, debe morir; y si le ahorcamos, él juró que iba a morir en aquella horca, y habiendo jurado verdad, por la misma ley debe ser libre”. Pídese a vuesa merced, señor gobernador, qué harán los jueces del tal hombre, que aun hasta agora están dudosos y suspensos. Y habiendo tenido noticia del agudo y elevado entendimiento de vuestra merced, me enviaron a mí a que suplicase a vuestra merced de su parte diese su parecer en tan intrincado y dudoso caso.” [1]

El texto que acabamos de transcribir y que pertenece al Quijote de Cervantes, pertenece al episodio en que Sancho Panza es nombrado gobernador de la ínsula Barataria y debe juzgar los fingidos pleitos que le presentan sus súbditos. Si nos fijamos en la estructura argumentativa del discurso, lo que observará enseguida todo ojo perspicaz es que el pleito en cuestión es formalmente a una paradoja. Y cualquier paradoja que se precie constituye un reto a toda racionalidad. Ésta no es una excepción. En cualquier caso, lo que más me interesa señalar en este momento es que, como concluíamos en el apartado anterior, la racionalidad, el razonamiento tiene sus límites. El caso de razonamientos que concluyen tanto en la afirmación de un enunciado como de su contrario (es decir vulnera el principio de no-contradicción) evidentemente nos colocan en una situación de indefensión ante que decisión tomar. La perplejidad y los apuros de Sancho Panza están plenamente justificados, perplejidad y apuros que le llevan hasta el punto de demandar que le repitan el pleito -la paradoja- para poder juzgarla finalmente. Ante desafíos de este estilo hacia la racionalidad, la ciencia poco puede aportar. A lo máximo que podemos aspirar es a intentar claudicar ante ellos diciendo que es el lenguaje el que nos gasta malas pasadas. Pero no vamos a entrar en estos temas ahora. El hecho es que la razón no es tan poderosa como sospechábamos en un principio y que acaso debamos preguntarnos ahora qué es lo que pasa cuando la razón, la racionalidad y la lógica no pueden prestarnos una ayuda eficaz para resolver una situación problemática. Además, la racionalidad, como antes sugería Muguerza, no nos hace mejores como seres humanos o cuando menos no nos garantiza en modo alguno que por ser racionales hayamos de ser mejores. Evidentemente, cuando decimos “mejores” ya estamos valorando el comportamiento humano en general como algo que puede ser bueno o malo. Definir estás dos palabras en términos absolutos es tarea ímproba y desde luego muy poco recomendable a no ser que al que lo pretende le sobre mucho tiempo. Pero ahora no querría perderme en lo que supone valorar una acción o una conducta. Lo que sí que desearía señalar ahora es que ante una situación límite del tipo de la planteada por Cervantes al pobre Sancho, alguna cosa todavía podremos ser capaces de hacer para no quedarnos en suspenso, en una “suspensión de juicio” escéptica, que, como metodología crítica para evolucionar en cualquier conocimiento está muy bien, pero, cuando de lo que se trata es de resolver una cuestión de tipo práctico (como siempre, llega un momento en que termina por aparecer nuestra querida ratio practica vivesiana), que, como en este caso extremo pone en juego incluso la vida de un hombre, más bien nos estorba que otra cosa. Lo mejor será que, en lugar de explicar primero lo que podemos hacer, veamos qué es lo que decidió el entrañable Sancho Panza, quien, dicho sea de paso, era gran amigo de refranes populares, los lugares comunes por excelencia de toda argumentación tanto dialéctica como retórica:

-Venid acá, señor buen hombre -respondió Sancho-: este pasajero que decís, o yo soy un porro, o él tiene la misma razón para morir que para vivir y pasar la puente; porque si la verdad le salva, la mentira le condena igualmente; y siendo esto así como lo es, soy de parecer que digáis a esos señores que a mí os enviaron que pues están en un fil las razones de condenarle o absolverle, que le dejen pasar libremente, pues siempre es alabado más el hacer bien que mal, y esto lo diera firmado de mi nombre si supiera firmar, y yo en este caso no he hablado de mío, sino que se me vino a la memoria un precepto, entre otros muchos que me dio mi amo don Quijote la noche antes que viniese a ser gobernador desta ínsula: que fue que cuando la justicia estuviese en duda, me decantase y acogiese a la misericordia; y a querido Dios que agora se me acordase, por venir en este caso como de molde”.[2]

“Misericordia” he aquí la palabra clave. El precepto del que habla Sancho es uno de los que se cita en el capítulo XLII en el que Don Quijote aconseja a Sancho antes de que éste marchase a gobernar la ínsula. Y dice así: “si acaso doblares la vara de la justicia; no sea con el peso de la dádiva, sino con el de la misericordia”. Pero, ¿por qué aconseja Don Quijote a Sancho que en asuntos de justicia se guíe por un principio de misericordia y no de racionalidad por ejemplo? La respuesta es que, como hemos señalado antes, la racionalidad tiene su utilidad y en numerosas ocasiones resolvemos problemas, tanto teóricos como prácticos, echando mano de ella, pero, no es por sí misma garantía de que nos solucione todos nuestros problemas, ni tampoco de que le demos un uso siempre beneficioso tanto para nosotros como para los demás prójimos. Por tanto, Don Quijote no duda en aconsejar que prime la misericordia, la com-pasión hacia los demás, y que sea ella la que dirima los conflictos de justicia. Es decir, que allí donde no puede llegar la razón y el buen sentido, puede alcanzar un rasgo de nuestra humanidad tan común como es la propensión a ponernos en el lugar del otro y comprender su sufrimiento (bueno, y su alegría también). Un rasgo que entra dentro de la categoría, no de aquello que pensamos, si no de aquello que sentimos. Lo cual nos da una nueva perspectiva a toda nuestra indagación sobre la racionalidad y su papel en la Ética. Nos da una perspectiva desde el punto de vista de los sentimientos y emociones que también forman parte del ser humano, igual que formaba parte de él su capacidad racional o crítica. Los seres humanos somos animales de carne y hueso, y aún más importante, de cerebro y sistema nervioso, de hormonas y glándulas que las secretan, al mismo tiempo que animales que se expresan y piensan en un lenguaje sofisticado y articulado, y por ello mismo de gran capacidad simbólica.

En este sentido, es interesante mencionar, como ya sugerimos antes, que, incluso una parte de la retórica, y no la de menor importancia, se ocupaba ya desde los tiempos aristotélicos de los aspectos emocionales del discurso, del pathos. Tan vital para un orador o para un interlocutor en un diálogo es incitar al auditorio o al que debate con él a que razone (y opine por lo tanto) de modo similar al nuestro, como incitarle a que se solidarice con nuestra causa por resultar más beneficiosa o útil o interesante o verosímil, etc... De hecho, no hay manual de retórica que no reserve algunos capítulos para tratar del tema, porque, como todo buen orador sabe, o debería saber, en muchas ocasiones, más vale ganarse al auditorio por vía de la simpatía hacia nuestra causa, que por vía del razonamiento, sea éste por medio de entimemas (deductivo) o por medio de ejemplos (inductivo).

Así, es digno de señalar que los seres humanos reaccionamos tanto a las palabras proferidas por nuestros semejantes, como a la contemplación de las dichas o las desgracias ajenas y propias, aunque, al suceder éstas, no se halla mencionado una sola letra. Y reaccionamos, despertándose en nosotros sentimientos, y, expresando -incluso de modo bien visible exteriormente- nuestras emociones. Sentimientos y emociones que actúan tanto sobre nuestra racionalidad y nuestro pensamiento en general, como sobre nuestras motivaciones e intereses para comportarnos de un determinado modo y no de otro. Pero entonces, cuando hablamos de emociones y de sentimientos, ¿estamos hablando del lado irracional del ser humano? Para gran parte de la tradición filosófica occidental la respuesta a esta pregunta es afirmativa. A pesar de sus limitaciones, aquí vamos a aceptar esta separación entre lo racional o reflexivo, y lo irracional o irreflexivo, cuidándonos bien de no dar un matiz peyorativo a esto último. Más adelante diremos algo más sobre el asunto.


Claro que, si, como decimos, nuestra especie, al igual que otras, posee sentimientos y emociones, cabe preguntarse también: ¿en qué consisten exactamente esos sentimientos y esas emociones?. Pues bien, las emociones consisten en patrones de conducta típicas de cada especie; en el lenguaje coloquial, sin embargo, solemos confundir emociones y sentimientos y denominamos emoción a lo que de hecho, son sentimientos. Los sentimientos aparecen asociados a las emociones básicas y desde un punto de vista evolutivo o filogenético surgieron con posterioridad a éstas. Cada respuesta emocional suele venir acompañada de conductas o movimientos musculares, así como de aumento del flujo sanguíneo, aumento de la frecuencia cardiaca, secreciones hormonales, ... Sin embargo, todavía podemos preguntarnos por cómo es posible que se produzcan las emociones (y los sentimientos) o mejor dicho, qué es aquello que provoca una respuesta emocional y una conducta. En términos generales podemos decir que toda conducta consiste en una reacción a un determinado estímulo, sea este tanto un estímulo simple como complejo. Y un estímulo no es más que un cambio dentro del medio ambiente de un organismo. Así, un estímulo determinado, a menudo provoca nuestra reacción o nuestra respuesta en forma de emoción, de sentimientos y de conducta. Por supuesto, existen eventos que forman parte del conjunto de nuestro entorno, que no nos estimulan lo más mínimo, o incluso que hemos aprendido a no reaccionar frente a ellos (por pura economía de energía simplemente).


Sin embargo, aquí nos vamos a ocupar precisamente de aquellos estímulos que nos hacen reaccionar de una determinada manera, dejando para otros profesionales (psicólogos o etólogos), tanto el estudio de los eventos que no nos estimulan lo más mínimo, como el estudio concreto de los mecanismos fisiológicos o medioambientales que desencadenan las emociones humanas. Y, más concretamente, nos vamos a interesar por la manera y el grado en que las emociones y sentimientos afectan a nuestra racionalidad.


En primer lugar, resulta de interés recordar en este momento, lo que avanzábamos al comenzar este trabajo. Allí dijimos que íbamos a ser algo más radicales que Toulmin considerando que incluso aunque nuestro comportamiento fuese puramente instintivo y nada racional, entonces aún podríamos resultar animales morales. Esta afirmación enlaza con lo que acabamos de decir sobre el uso no peyorativo de la palabra irracional. La cuestión es que a veces, y simplificando mucho, una reacción instintiva (irracional, no reflexiva) puede conducirnos a realizar una acción generosa o altruista que desde el punto de vista de la moral de una cultura concreta, e incluso desde el punto de vista de una ética de aplicación más universal, sea impecable y que, sin embargo, desde el punto de vista de la racionalidad se haya producido, como decimos, de manera que nuestra razón, ni siquiera nuestro sofisticado lenguaje humano, no haya intervenido lo más mínimo. Piénsese en el hombre que se arroja al río o al mar para salvar la vida de un niño –por ejemplo- que se está ahogando. Se trata, evidentemente de un caso extremo, pero lo que quiero resaltar es que en casos como estos, en que no hay tiempo para la razón, nuestros patrones de emoción, con todo lo de “primitivos” que puedan tener, resultan de una gran utilidad todavía. La conclusión es por tanto, obvia: sería necio por nuestra parte despreciar los elementos emotivos o irracionales que forman parte de nuestro acervo humano y que pueden llegar a ser tan necesarios, para nuestra propia supervivencia como los elementos racionales o reflexivos. Lo que sucede, es que a menudo, se identifica irracionalismo con fallo o error, o con una deducción llevada a cabo por alguien con quien no estamos de acuerdo. Así, los nazis razonaban (y razonan aún) que los judíos eran los causantes de todos los males económicos, políticos y sociales de la Alemania de la primera mitad del siglo XX. En mi opinión, sería un error suponer que los razonamientos que hicieron los nazis no eran verdaderos razonamientos, o no eran lógicos, y que sus ideas sobre los judíos sólo merecen el calificativo de irracionales.[3] El problema es mucho más complejo. Pero desde luego que si adoptamos el punto de vista ético, y no únicamente formal, nos damos cuenta que tanto la racionalidad como la emocionalidad (valga el neologismo) o emotividad, interactúan siempre, y que no explica suficientemente bien las cosas aferrarse únicamente a uno de los dos aspectos de la acción humana. El interés de la especie, hablando de un modo muy general, parece, en principio, configurar la línea del horizonte de todos los asuntos humanos; y esto tanto desde el punto de vista racional como emotivo. Lo cual no impide que nuestras emociones tomen las riendas de nuestras conductas y que nuestros razonamientos, por muy formalizados o matemático-lógicos que sean, nos dirijan hacia unas conductas que van en contra del interés de la especie y a favor del intereses restringidos o particulares.


Pero, volvamos al tema principal que nos ocupa en este apartado: ¿cómo afectan nuestras emociones a nuestra racionalidad?. Vamos a poner un ejemplo. Desde el once de septiembre del 2001 en que los aviones secuestrados se estrellaron en Nueva York contra las dos torres gemelas el número de pasajeros en las líneas aéreas de todo el mundo descendió. Yo mismo reconozco no haber vuelto a tomar un avión desde entonces (bueno tampoco me ha hecho verdadera falta por ahora). Si adoptásemos un punto de vista racional calcularíamos el número de probabilidades de que un avión que vayamos a coger pueda ser utilizado como proyectil contra un objetivo terrorista y seguramente hallaríamos que la probabilidad de que así sea, es muy baja. Sin embargo, una razonamiento válido incluso basado en cálculos estadísticos o probabilísticos, no impide que un gran número de personas haya renunciado a viajar en avión. Desde hace tiempo se sabe incluso que el medio de transporte más letal acostumbra a ser el coche, y sin embargo, nadie duda en coger el coche habitualmente para moverse por su ciudad. ¿Qué sucede entonces? ¿por qué no somos calculadores y fríos y por tanto racionales como parece que deberíamos en este caso?. La respuesta es porque la mayoría de nuestros análisis y reflexiones cotidianas (incluso aunque seamos catedráticos en matemáticas) no las hacemos teniendo en cuenta las estadísticas o las probabilidades (cuya consulta supone siempre un esfuerzo y un tiempo, por lo tanto un coste de energías) si no que muy a menudo no tenemos en cuenta las cosas con más visos de realidad, sino aquellas que una mayor impresión nos producen. Esto es debido a que la inmediatez o la fácil disponibilidad de un hecho suele afectar a nuestras decisiones y a nuestros análisis de la situación. Este tipo de irracionalidad tan frecuente se llama “error de disponibilidad”[4] precisamente por eso, por su facilidad de afectarnos en el momento presente y su pronta accesibilidad.


Otra fuente bastante común de errores en nuestra forma de razonar viene de la mano de las fuertes emociones que sentimos y que nos pueden hacer, por ejemplo, sobre-valorar las virtudes de alguien a quien apreciamos y a minimizar sus defectos. Así, un enamorado puede (y de hecho lo hace) cegarse con las virtudes que posee la persona objeto de su amor, y no compararlas con los defectos que sin duda poseerá. En el futuro -en forma de matrimonio por ejemplo- no haber estudiado fría y críticamente los pros y los contras del carácter de una persona puede acarrearnos grandes problemas de convivencia que jamás sospechábamos que pudieran ocurrirnos, por la sencilla razón de que tomamos la decisión de unir nuestro destino junto a otra persona dejándonos llevar por lo que podríamos llamar el “impulso amoroso”.


No quiero, sin embargo, convertir este apartado en un catálogo de fuentes de irracionalidad en el vivir humano. Baste los dos ejemplos citados como muestra de que no existe ni una sola reflexión y decisión humana en la que no participe nuestro propio cuerpo, pues es imposible separar al cerebro y al sistema nervioso del resto del cuerpo humano, y es sencillamente insostenible, como muchos antiguos y algunos entusiastas modernos todavía creen, que el hombre se compone de cuerpo y alma, y ambos son entidades separadas e independientes. En cualquier caso, tanto nuestro cerebro como nuestro sistema nervioso, aunque fuesen la residencia del “alma” humana, constituyen órganos físicos y bien físicos. Las personas reaccionamos emocionalmente en situaciones muy complejas, no solamente en circunstancias sencillas como cuando vemos a un perro asilvestrado en el campo venir hacia nosotros y sentimos miedo o ansiedad. Esas otras situaciones, más complejas como digo, se relacionan a menudo con nuestro medio social humano. Es entonces, cuando, en nuestros análisis (racionales) se ven involucradas cosas bastantes diferentes tales como experiencias pasadas, recuerdos, inferencias, juicios, prejuicios, o el propio medio ambiente en el cual nos encontramos. Curiosamente, nuestra habilidad para tener todas estas cosas en cuenta y extraer de ellas una conclusión o una decisión sobre alguna línea de acción a emprender, no se identifica con una parte concreta del cerebro que esté más especializada en estas cosas y no en otras, como sería el caso de las áreas de Broca y Wernicke respecto del lenguaje humano. Sin embargo, es bien sabido que, pese a cierta dispersión, sí que existe un área cerebral de especial relevancia en la toma de decisiones o de la voluntad, en la conversión de lo reflexionado en emociones y acciones; a saber: el córtex frontal. Parece, no obstante, que esta parte del cerebro se halla estrechamente relacionada no tanto con la capacidad directa de hacer juicios y análisis y extraer conclusiones, que efectuaría en otra partes del cerebro, como con la “transformación” de estas reflexiones en sentimientos y conductas adecuadas o coherentes con lo que se enjuició o analizó. Así pues, una reflexión humana nunca es un hecho “intelectual” aislado que sucede por pura mayéutica en una parte del cerebro; una reflexión humana es el producto de lugares distintos interconectados entre sí dentro del cerebro y, por supuesto, con el resto del cuerpo humano por medio del sistema nervioso, y gestionados, por así decir, en último extremo, por el córtex frontal que transformará este complejo conglomerado de actividad neuronal, hormonal o muscular, en una conducta -podríamos decir- “emocionalmente racional” o viceversa “racionalmente emocional”.


En todos los animales, incluido el hombre, la conducta se compone de dos partes: la conducta heredada de modo genético y la conducta aprendida. La primera incluye tanto las reacciones instintivas como los actos reflejos que dependen del tipo de células del sistema nervioso y por lo tanto de los genes que un individuo de la especie recibe de sus padres. La conducta aprendida depende de la experiencia del individuo y no es transmisible por vía genética a sus descendientes. Es bastante habitual que la conducta aprendida suponga un perfeccionamiento o mejoría de la conducta instintiva. En el caso humano, lo que aprendemos supone un porcentaje elevado respecto a lo que heredamos genéticamente. Además, en el caso humano, el aprendizaje cuenta con la excelente capacidad manipuladora tanto de herramientas (debido al diseño de nuestras manos) como de símbolos de que somos capaces. A esto hay que añadir la versatilidad cerebral que permite solucionar “problemas” con rapidez cuando a otro animal le costaría un esfuerzo mucho mayor resolverlos. El aprendizaje consiste a menudo en una serie de conductas o comportamientos que se van probando hasta dar con aquellos que mejor se adaptan a la tarea que se está afrontando. Así, como sabemos ya desde Darwin, si vivimos (los animales) es gracias a nuestras conductas o modos de obrar que son el medio por el cual nos adaptamos al medio ambiente: si el medio ambiente cambia, nuestras conductas también. Nuestras reflexiones, por tanto, como seres humanos que somos y que vivimos rodeados de un entorno ecológico concreto, se ven influidas por ese entorno, y, en este sentido, se ven modificadas por las circunstancias más o menos fijas del mismo, de tal modo que, nuestras reacciones emocionales básicas, suponen una respuesta a esas circunstancias fijas, vía instintiva o refleja, así como muchas otras emociones aprendidas de modo experimental o por transmisión cultural o social, nos ayudan a adaptarnos mejor a las circunstancias variables, vía aprendizaje.


Un aspecto muy interesante de las emociones, especialmente en los animales sociales como el hombre, es su facilidad para ser expresadas por los individuos que las padecen (dicho sea en sentido un neutro) y ser comunicadas a otros individuos, sean o no de la misma especie. Pensemos en el caso de un cisne intentando ahuyentar con sus alas a un depredador de otra especie como por ejemplo un zorro que pretende birlarle la puesta. El cisne expresará su emoción de furia y su agresividad para evitar que sus futuros polluelos sean devorados. El ser humano, como cualquier animal superior, es capaz de expresar sus emociones de modos muy variados. No hay más que ver la gran cantidad de músculos faciales que poseemos; por no hablar de la gran habilidad manual que nos permite gesticular de muchas y variadas maneras. Así, y por volver un momento a la retórica y a la dialéctica, podemos recordar que cuando un orador o un conversador o dialogador están inmersos en un discurso o en una discusión, utilizan recursos expresivos visuales o de sonido para ganarse al auditorio o al interlocutor o interlocutores, tales como el tono de voz o su velocidad, o la expresión de los ojos o incluso la ropa que lleva puesta. De estos detalles, nada triviales por cierto, saben mucho los asesores de imagen de los líderes políticos que pretenden ganar unas elecciones.


Además, también es sumamente interesante el hecho de que las emociones, o mejor dicho, el modo en que son expresadas por hombres de toda raza e índole son similares. Esto ya lo vio muy bien Darwin, a quien acabamos de citar, quien publicó en 1872 su magnífico libro The Expresión of Emotions in Animals and Man.[5] En este libro, auténtico manual inaugurador de lo que hoy conocemos como psicología comparada, Darwin explica que las principales acciones expresivas básicas exhibidas tanto por los hombres como por otros animales son innatas o heredadas y no aprendidas. También, como hemos dicho, que estas acciones expresivas son comunes a nuestra especie:

“He pretendido demostrar, aportando considerables detalles, que todas las expresiones más importantes exhibidas por el hombre son iguales a lo largo de todo el mundo”. [6]

Hecho que es aprovechado por Darwin ya de paso para aportar una prueba más de que la evolución humana se remonta a ancestros comunes emparentados con los simios; teoría objeto de la cual fue un intenso debate en su época (y aún no agotado en nuestros días) y que como todos sabemos explica los orígenes de nuestra especie:

“El hecho es interesante, ya que proporciona un nuevo argumento a favor de que las distintas razas descienden de un mismo tronco paterno, que debe haber sido casi humano del todo en su estructura, y en gran medida en su mente, antes del período en el cual las razas divergieron entre sí”.[7]

Esta comunidad en una sola especie de todas las razas humanas nos da una pista sobre en que pueda consistir la moral desde un punto de vista transcultural o aglutinante, o una ética universal. Es decir nos conduce a la siempre enjundiosa tarea de buscarle fundamentos o fundamento último a la conducta humana general. En cualquier caso, la búsqueda darwiniana del origen del hombre arrastra consigo la búsqueda tanto del sentido de la vida humana como la búsqueda -irrenunciable- de algún criterio moral universal válido para todas las comunidades raciales o nacionales que pueblan nuestro pequeño y modesto planeta. Como dice el filósofo Carlos Gómez: “el hombre, animal hominizado, ha de encontrar su rostro humano, su verdadera condición o humanidad y ese empeño es básicamente un empeño moral”.[8]


Pero dejemos de lado, por el momento, la cuestión de la universalidad o no, de las emociones humanas y su expresión. Y volvamos por un momento al apartado anterior, cuando pusimos algunos ejemplos de epiqueremas que relacionábamos con las formas argumentativas del discurso retórico y moral. Quisiera recordar ahora uno de ellos por cuanto una lectura atenta de él nos dará la pista de los aspectos emocionales que normalmente se encuentran vinculados a nuestros juicios reflexivos. El ejemplo en cuestión era: “Si te sabes el temario, normalmente apruebas; yo me lo sé porque he estudiado; por lo tanto, aprobaré”. En un primer momento reparamos en su estructura lógica –epiqueremática podríamos decir- y pasamos por alto una cuestión que en el punto de este escrito en que nos hallamos, cobra especial relevancia. El enunciado expresado posee una forma condicional que concluye en un futurible, en un deseo expresado por quien lo ha proferido. Antes mencionamos la posibilidad de trabajar con este enunciado desde un punto de vista lógico echando mano de la lógica modal incluso. Pero, como vemos, desde un enfoque más cercano a la pragmática del lenguaje, lo que tenemos aquí es un enunciado que expresa nuestros deseos e intereses más que la verdad o falsedad de un hecho. Insistimos en que esto no le hace perder su condición lógica al mismo, pero muestra que, especialmente su conclusión “por lo tanto, aprobaré” pone de manifiesto las emociones subyacentes al juicio (ansiedad, estrés), que la lógica obvia, pero que con ayuda de disciplinas como la pragmática o quizás de la psicología podemos descubrir y analizar.[9] Dicho con otras palabras; cuando un individuo profiere el argumento anterior no solamente está indicándonos que existen buenas razones para aceptar la conclusión a la que el llega, y a la que, por lo tanto, pretende que todos los oyentes lleguemos, sino que también pone al descubierto su interés personal directo sobre tal conclusión, en definitiva cuales son sus sentimientos al respecto. Lo cual nos hace pensar que, la lógica, o cualquier otra teoría del razonamiento, nunca se puede presentar de modo absoluto como un esqueleto formal carente de humanidad. En este sentido, y siguiendo al Toulmin[10] de los últimos años, diremos que aunque parte del mundo simbólico humano pueda ser presentado como un sistema formal deductivo partiendo de unos axiomas, y con una supuesta eternidad o atemporalidad de los mismos, en último extremo estos sistemas han sido construidos por hombres, con sus miedos, sus fobias y sus intereses y deseos, y por tanto, reflejan sus mismas debilidades. Por citar solamente una de las más conocidas debilidades y que afecta directamente a los sistemas axiomáticos, por ejemplo y sin ir más lejos, a la aritmética ordinaria, citaremos la misma imposibilidad de axiomatizarlos totalmente, como ya evidenció Gödel con sus famosos teoremas de indecidibilidad o incompletitud. Recordemos que toda teoría, por muy ahistórica y muy racional que pueda parecernos, no deja de ser un producto humano, construido, siempre, como una solución práctica a un problema concreto, por más que luego podamos extrapolar sus bondades a otros terrenos en que nos resultarán también útiles y provechosas. La existencia de paradojas también nos da una pista sobre la vulnerabilidad de estos constructos humanos que llamamos teorías (matemáticas en este caso).


En realidad, aun dentro del más puro formalismo matemático nos encontramos con verdades que no lo son tanto. Cuando un escolar nos dice que 2+2=4 enseguida pensamos que ha enunciado una verdad como un piano de grande y que sería una necedad pensar lo contrario. Es más, estaríamos fácilmente dispuestos a admitir, con muchos otros filósofos y matemáticos platonizantes de antes y de ahora, que eso es así hoy, lo fue ayer y lo va a ser siempre. Permítaseme dudar de la eternidad y la “verdad” de tal razonamiento aritmético. Cualquier economista sabe que las sinergias contradicen la aritmética más elemental, pero no voy a ir por ese camino ahora. Prefiero proponer un sencillo ejemplo. Yo puedo afirmar que 2+2=20. No se asuste el lector, no pretendo instaurar una nueva aritmética. Supongamos que yo identifico (es decir desciendo a una tarea práctica) los elementos que vamos a sumar como “miembros superiores e inferiores del cuerpo que poseen dedos en un ser humano” y la adición como “suma total de dedos de los miembros superiores e inferiores del cuerpo”; entonces, evidentemente el razonamiento es perfectamente correcto y válido porque: 2 manos + 2 pies = 20 dedos. Sí ya sé que algún purista me dirá que no se pueden o no se deben mezclar churras con merinas y que mi suma es una burrada, bien pero, ¿por qué?. Si nuestro conocimiento del mundo y de nosotros mismos avanza y ha avanzado hasta hoy, ha sido debido en gran medida a irregularidades en la aplicación “normal” de reglas aceptadas, o gracias a la pura capacidad que poseemos los humanos para juguetear con las cosas, sean estas tanto objetos materiales como cacharrería simbólica. Es más, si nuestra racionalización del mundo nos permite cada vez más disponer de comodidades y/o ventajas evolutivas impensables hace apenas unos pocos siglos, esto ha sido debido tanto a una diversificación de aplicación de mecanismos científicos o teóricos, como a la pura imaginación humana y a sus intereses como especie, y, en estrecha vinculación con todo esto, debido a su alta capacidad emocional para implicarse en cualquier tarea imaginable. Así, Newton, por poner un ejemplo clásico, estaba convencido de que profundizando en la ciencia se conseguiría entender mejor al dios cristiano y a su creación. Esta creencia religiosa, estos sentimientos religiosos, unidos a su puritanismo moral y su proverbial misoginia, estimularon en gran medida su interés por la ciencia, y sobre todo, influyeron notablemente en su concepción filosófica del universo como un sistema perfecto, lleno de belleza y regularidad, que había sido creado de una vez por todas por un dios (anglicano y varón por supuesto); aunque, como ya desde hace bastante tiempo sabemos, pese a la gran capacidad predictiva del sistema newtoniano, tal perfección astronómica no existe en el sistema solar en la realidad.


Para finalizar, cerremos este apartado diciendo unas pocas palabras más sobre la irracionalidad. La irracionalidad de un comportamiento, si este es entendido como un comportamiento no reflexivo o instintivo, no es buena ni mala por sí misma, como tampoco tiene nada de inferioridad respecto a un comportamiento producto de una meditada reflexión intelectual. Digámoslo sin tapujos, no se trata de nada indigno o inferior comportarse de modo instintivo o puramente emocional. Los instintos han sido y aún ahora son nuestros fieles guías en múltiples situaciones donde la efectividad o celeridad de una conducta nos permite sobrevivir o simplemente adaptarnos mejor a una situación sea esta novedosa o ya experimentada con anterioridad. En gran medida, este componente del comportamiento humano es el que mejor define nuestra propia humanidad, nuestra capacidad moral tanto en un sentido general como grupal.


Por otra parte, las emociones y los sentimientos forman parte del ser humano tanto como su capacidad racional o de raciocinio. Incluso, los propios procesos de razonamiento se hallan mediatizados por emociones y sentimientos formando estos últimos una parte muy importante en todo proceso argumentador, sea éste mental, escrito o verbal. La racionalidad, al igual que la irracionalidad, no es buena ni mala por sí misma, como tampoco tiene nada de superioridad respecto a un comportamiento producto de un acto reflejo o instintivo o puramente emocional. Si algunos hombres piensan lo contrario no es más que producto de un prejuicio, bastante extendido por cierto, de antropocentrismo o hipervaloración de la especie a la cual pertenecemos. Incluso podríamos hablar en cierto sentido de racionalidad o inteligencia en otros animales, pero esta cuestión no la vamos a tratar en este trabajo. Además, en última instancia, la propia racionalidad, aunque fuera un instrumento exclusivo humano, no dejaría por ello de ser producto de nuestra vida en la tierra, de nuestra humanidad y de nuestra evolución como especie, y en definitiva, la responsabilidad y la autoría de nuestras habilidades mentales habría de buscarse en la propia naturaleza, y no en nuestra autosuficiencia y en nuestro ingenio, ni, por supuesto, en una entidad externa, invisible e intangible, que nos ha fabricado y encima nos controla y nos ha convertido en guardianes o “señores” del planeta que habitamos. La ingenuidad, el engreimiento de estos planteamientos, no pueden ser mayores...


Pero en fin, como decimos, ni la racionalidad, ni la emotividad, cumplen con el papel de panaceas de todos nuestros problemas prácticos. Siempre hay un momento en que intentamos aplicar una cosa o la otra, pero casi siempre fracasamos en ese empeño. Propongámonos ser racionales, y siempre acabaremos mezclando –como no podría ser de otro modo- sentimientos con argumentos; propongámonos ser emocionales, irracionales, y acabaremos acrisolando reflexiones con intuiciones e impulsos personales. Así, podríamos decir, para concluir, que entre la razón y la emoción, no existe un puente que las una, porque, sencillamente, es que no hay siquiera un río que las separe. Quizás, cuando de construir o cruzar puentes se trate, lo mejor sea tener en cuenta el consejo que le dio Don Quijote a Sancho Panza y que citamos al principio de este apartado: “si acaso doblares la vara de la justicia; no sea con el peso de la dádiva, sino con el de la misericordia” o bien, si se me permite reformularlo “si acaso doblares la vara de la justicia; no sea solamente con el peso de la racionalidad, sino también con el de tus emociones”.


[1] Miguel de Cervantes Don Quijote de la Mancha (segunda parte) capítulo LI. Varias ediciones.
[2] Miguel de Cervantes Don Quijote de la Mancha (segunda parte) capítulo LI. Varias ediciones.
[3] ¡Qué más quisiéramos que así de sencillo fuese todo!.
[4] Véase Stuart Sutherland Irracionalidad Ed. Alianza 1996. Pág. 29 y ss.
[5] Hay traducción al español en la Editorial Alianza 1998.
[6] Op. Cit, pág 359.
[7] Op. Cit, pág 361.
[8] Freud, Crítico de la Ilustración Ed. Crítica 1998. Página 205.
[9] La pragmática se ocupa no tanto de lo que se dice, como de la intención con que algo se dice (la fuerza ilocutiva en terminología de J. L. Austin). Así, podemos intentar influir en el comportamiento del oyente, o expresar, como en nuestro epiquerema, una voluntad de que algo que todavía no ha sucedido, suceda.
[10] De Cosmópolis o Regreso a la razón.

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